Jorge L. Tizón
PSICOPATOLOGÍA
DEL PODER
Un ensayo sobre la perversión y la corrupción
Herder
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Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes Edición digital: José Toribio Barba
© 2014, Jorge L. Tizón 1.a edición digital, 2015
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3435-8 Depósito Legal: B-13020-2015
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Índice
Introducción
1. La política de las emociones en la tardomodernidad
2. Provocando el shock: de-simbolización del miedo y de-sublimación de la agresión intraespecífica
3. «Burbuja» sanitaria y «burbuja» psicosocial
4. La relación intrusiva y la organización relacional perversa
5. ¿Banalidad del mal o venalidad del mal?
6. ¿Podemos hablar de un contexto psicosocial de perversión?
7. Eros, Ares, Poder, porno
8. La falta de conciencia de la globalización de la especie
9. El envejecimiento de los sistemas políticos y la democracia
10. Duelos no elaborados y negación-disociación de la memoria de la propia historia
11. El eterno retorno de la política: diez tesis sobre la coyuntura psicosocial actual
12. A modo de coda esperanzadora. Hay alternativas, pero ¿son posibles sin reparación o sin sufrimiento?
Referencias bibliográficas
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Introducción
La difícil situación social y psicosocial actual en los países de Europa y, particularmente, en este ámbito que, al menos de momento, llamamos «España» o «Estado español», me han llevado a escribir estas líneas. Una situación en la que el elemento descollante es la llamada «crisis económica», que estalló en 2008 y que en 2015 aún no tiene visos de equilibrarse, entre otras cosas porque, en realidad, se trata de una crisis política y social provocada, y no meramente de una crisis económica clásica. Creo que estamos inmersos en una grave coyuntura, en una auténtica convulsión social que, a diferencia de otras anteriores, ha sido provocada, puesta en marcha, desarrollada y al menos parcialmente dirigida por las élites dominantes en nuestros países. En lo que sí coincide con otras crisis anteriores es en que a gran parte de la sociedad le toca «pagar los platos rotos», fenómeno habitual en las crisis, pero que coincide en esta con que las élites dominantes han seguido aumentando, incluso exponencialmente, sus beneficios, manteniendo además sus privilegios. Por el contrario, la inmensa mayoría de la población ha visto devaluar sus bienes, sus ahorros, sus pensiones, su formación y sus conocimientos, las conquistas sociales en educación, servicios sociales y sanidad, tan trabajosamente logradas a lo largo de siglos...
En este contexto conviven cotidianamente manifestaciones de protesta de ciudadanos indignados, junto con grandes grupos sociales tan sometidos al desánimo, a la confusión, a la desesperanza, al empobrecimiento progresivo vivido como irremediable, que ya ni tan siquiera se deciden a lanzarse a la calle a protestar. Un contexto en el que los casos de venalidad, delincuencia sociopolítica organizada y corruptelas varias y omnipresentes de las élites dirigentes han sacado a la luz la profunda corrupción, la corrupción estructural con la cual nos habíamos acostumbrado a vivir sin parar mientes en la misma, sin ser conscientes de ella.
Algo similar está ocurriendo en todos los países de nuestro ámbito sociocultural. Al menos, en la mayoría, aunque en el nuestro, como en Grecia, quede patente tal vez con más claridad porque la ruptura de la burbuja deformadora de la corrupción, las falsedades sociales, las mentiras, las econo-suyas y los «fascinismos» ha sido y sigue siendo más aparatosa y brusca. Pero, a mi entender, se trata de un fenómeno generalizado en nuestras formaciones económico-sociales. Por ello, adquiere aún mayor gravedad, si cabe: en países enteros se están practicando políticas económicas seguramente suicidas a medio y largo plazo (y esto es literal, pues el número de suicidios, homicidios y muertes en las salas de espera de hospitales aumenta en ellos). Pero, además, ¿cómo explicar que se estén practicando dichas políticas suicidas para con los ciudadanos –especialmente los jóvenes– la organización social, la productividad de esos
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países, la estabilidad y la creatividad de sus poblaciones, el bienestar solidario de sus miembros, el equilibrio ecológico? ¿Cómo explicarnos que una y otra vez, país tras país, políticos y hombres públicos que suben al poder cedan ante misteriosas y al tiempo clarísimas propuestas antidemocráticas y corruptas, y practiquen políticas diametralmente opuestas a las que han prometido defender antes de ascender al mismo? ¿Cómo entender que la población no acabe de rebelarse contra ellos y Europa entera no se haya visto sacudida por movimientos y revueltas sociales aún mucho más profundos y revolucionarios que los que están ocurriendo en países como España, Grecia, Islandia, Portugal, Italia, Irlanda...? ¿Cómo digerir que una parte importante de la población siga votando a políticos convictos y confesos de mentiras, trampas, deshonestidades e incluso delitos flagrantes? ¿Cómo explicarnos la corrupta colusión con esas tergiversaciones que llevan a cabo gran parte de los medios de información, convertidos a menudo en medios de persuasión y propaganda al por mayor y vías para burdas manipulaciones de la p o b la c ió n ? P o r m u c h o q u e , e n e l c a s o d e lo s m e d i a , p a r a d a r a p a r ie n c ia d e independencia y capacidad informativa, sus objetivos reales se oculten tras el tanga de sus secciones de «corrupción» y «casos y tribunales», su pervivencia como medios de comunicación cada día es más difícilmente defendible.
Así, día tras día, y medio tras medio, nos informan de interminables y repetidas noticias sobre los múltiples casos de delincuencia, especialmente económica y fiscal, protagonizados por políticos, empresarios, dirigentes y hombres o mujeres públicos... Pero su uso como procedimiento de distracción (desviación de la atención) queda patente en el cuidado con el que tales medios de comunicación tratan de evitar que el goteo (¿o marea?) de delitos e imputados pueda relacionarse con la esencia de los mecanismos sociopolíticos que los facilitan, impulsan y permiten, y que son consustanciales con la corrupción actual de las democracias occidentales: utilización masiva y dramáticamente des-equilibrada de los medios de propaganda por parte de los grupos conservadores de este estado de cosas; leyes a favor de los beneficios rápidos e inmediatos, especulativos; leyes del suelo favorecedoras de todo tipo de especulaciones inmobiliarias y antiecológicas; leyes territoriales que priman baronías y esencialismos variados para disimular la falta de democracia real, de democracia cercana a los núcleos vivenciales de la población; leyes y constituciones que priman el bipartidismo y a los grandes partidos tradicionales por encima de la democracia real, de la posibilidad de cambio y de las iniciativas de la población; penas máximas para los «alborotadores» y los «antisistema» y lenidad total para los corrompedores, etcétera, etcétera, etcétera.
Por eso los suplementos y las secciones que tratan sobre «tribunales» o «sociedad» se han hecho ya comunes en casi todos los medios de comunicación actuales, incluso en los pocos que quedan respetables. En último término, no son sino el remedo contemporáneo del «pan y circo» romano. Son otra forma oblicua de manejar a la población y sustituir la participación ciudadana... pero dando la impresión de «transparencia», un elemento fundamental en la era del Big Data y de los ciudadanos-consumidores.
Mi propósito en las páginas que siguen es colaborar en la comprensión de esa situación, aportar algunas ideas para entenderla. Deseo hacerlo partiendo de perspectivas
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desde las que me parece que no se ha reflexionado suficientemente, al menos hasta ahora: desde la psicología, la psicopatología y el psicoanálisis.1 En ese sentido, parto de la
afirmación de que una parte del desarrollo de «la crisis», así como las generalizadas incertidumbres ciudadanas ante ella, tiene que ver con la relevancia de la perversión en la organización social, en nuestras formaciones sociales contemporáneas y, por lo tanto, en buena parte de sus grupos dirigentes e instituciones sociales. Sin embargo, como veremos, cuando hablemos de perversión evitaré adoptar una noción moral o ideológica de la misma. Por ejemplo, la de los múltiples coros atemorizados que una y otra vez nos adormecen con el mantra de la «pérdida de valores de nuestra sociedad». En este tema de la «pérdida de valores» prefiero ser muy directo: ¿Valores? ¿De qué valores se está hablando, a qué valores se hace referencia? Echeverría (2007), en unas lúcidas páginas sobre el tema explicando su perspectiva pluriaxiológica, habla de al menos doce tipos de valores: básicos, epistémicos, técnicos, militares, políticos, económicos, socioculturales, jurídicos, ecológicos, estéticos, religiosos y morales. ¿De cuáles de ellos hablan los corifeos de la «pérdida de valores» en abstracto? ¿Y para qué y para quién sirven esos valores que añoran? Por eso, prefiero hablar aquí de un concepto y una realidad palpable e investigable (la perversión) y no de una supuesta pérdida etérea de otros conceptos también etéreos y mal definidos (unos «valores» no enunciados y la pérdida de los mismos).
Como la perversión, además de un sentido moral, tiene un sentido psicológico, la psicopatología ha intentado definirla. Voy a partir, pues, de alguno de esos intentos de definición psicopatológica. El objetivo: que el lector, y, en general, el ciudadano, cuente con más elementos para percibir y entender nuestra situación psicosocial; que las fuerzas que promueven el cambio social puedan manejar otras perspectivas y conceptos para reconocer elementos clave de esa estructura social y psicosocial, así como de las personas, los grupos y las castas que la mantienen y extienden.
Dada la amplitud y la extensión del tema, y mis menguadas posibilidades para tratarlo con la profundidad y la extensión que merecería, voy a circunscribirme en mi reflexión a cuatro vértices psicológicos y antropológicos: la psicología y la política de las emociones y del miedo en la tardomodernidad; la organización perversa de las relaciones humanas; la evolución de la conciencia sobre la globalización, y la incapacidad para elaborar el duelo, con las dificultades consecutivas para unas relaciones, una cultura y una política basadas en la reparación, la gratitud y la integridad. Cuatro vértices o puntos de vista, entre otros muchos, con los que, como psiquiatra, psicólogo y trabajador de la sanidad pública me parece que puedo hacer ciertas aportaciones para la reflexión y la comprensión de lo que está pasando en la vida social.
Y puesto que vamos a intentar reflexionar sobre la coyuntura actual, creo que he de ser directo y definir lo más claramente posible los presupuestos de los que parto. Aunque en los apartados finales de este libro (capítulos 9 y 11) volveré sobre el tema, aquí, de entrada, tan solo quiero delimitar ese punto de partida, ya iniciado más arriba. En mi opinión, la situación social actual debe ser considerada muy grave, no solo a nivel económico, sino político y social, puesto que pone en duda la vigencia de todo el modelo
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de política que se difundió en los países tecnológicamente desarrollados, en particular europeos, desde al menos la «edad moderna»: la democracia parlamentaria basada en los partidos políticos y en la organización social inspirada en los ideales de la Revolución Francesa de «libertad, igualdad, fraternidad».
Mi propósito, pues, es reflexionar sobre esta situación desde una óptica no habitual, o, al menos, no habitual en la política tradicional (de izquierdas y de derechas): una perspectiva que tenga en cuenta los conocimientos y los puntos de vista psicológicos, psicosociales y antropológicos.
1. En realidad, fue un grupo de psicoanalistas, el consejo de redacción de Temas de Psicoanálisis, el que me insistió en que escribiera unas reflexiones iniciales sobre el tema, que en este libro amplío y diversifico.
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1. La política de las emociones en la tardomodernidad
Las emociones tienen muy mala prensa y, en especial, durante los últimos dos o tres siglos. Pero esa perspectiva negativa de la emocionalidad es mucho más antigua: en nuestra cultura comenzó al menos desde que Platón y el estoicismo propusieran como antitéticas la razón y las pasiones. En ese sentido, el ideal estoico sería una vida guiada por los principios de la razón y la virtud, dominada por la ataraxia. El bien y la virtud consistirían en vivir de acuerdo con la razón, evitando las pasiones, entendiendo que la pasión es lo contrario a la razón: algo que ocurre, que nos mueve, que no se puede controlar. Las reacciones emocionales, e incluso el dolor y el placer, pueden y deben dominarse a través del autocontrol ejercitado por la razón, la impasibilidad (apátheia) y la serenidad (ataraxia).
Además, al menos desde entonces, se desarrolló en nuestra cultura una doble disociación: la disociación entre mal y bien pasaba a radicarse en la disociación entre alma (entendida sin pasiones) y cuerpo (entendido como asiento de las pasiones). El bien proviene del alma y el mal, del cuerpo. El dominio de las pasiones, de las emociones, no entendidas como método de conocimiento (Nussbaum, 2007), ni, por supuesto, orígenes de la ética (Nussbaum, 2006; Solomon, 2007), pasó a ser requisito indispensable de la moralidad, algo en lo cual el cristianismo, a pesar de su invocación del amor, colaboró ampliamente durante siglos: ante la requisitoria ética de qué hacer con las pasiones, una moral occidental reinante durante milenios ha prescrito reiteradamente su control y dominio.
Más tarde, en los últimos tres siglos, el racionalismo, el empirismo y varias formas de materialismo y monismos mecanicistas colaboraron en convertirlas en las bestias negras de la humanidad, a las que había que alejar, controlar, exorcizar. Durante esos siglos se las contrapuso otra vez con «la razón», el pensamiento, lo intelectual, lo cognitivo, la ciencia, el progreso, el desarrollo humano... Como si «la razón», el pensamiento racional, pudiera crecer sin asentarse sobre la modulación de las emociones durante el desarrollo del ser humano en relación, durante un desarrollo que siempre es radicalmente interpersonal, intersubjetivo... y pasional. Hoy, sin embargo, la perspectiva monista del desarrollo de la mente y el cerebro (basada en las emociones, vividas en la relación y dando lugar al pensamiento, incluso el más abstracto) es ya un axioma básico en la psicología del desarrollo, la psicología experimental, el psicoanálisis relacional, la neurofisiología, la genómica... Empero, esta concepción aún no domina en la cultura y la política de masas, en muchas formas de psicoanálisis y psicología y, desde luego, no ha
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impregnado suficientemente disciplinas como la psiquiatría, la medicina y otras profesiones asistenciales.
Desde mi punto de vista, la respuesta insuficiente, la falta de contestación masiva ante las estafas generalizadas en las que han consistido tanto la crisis económica como las supuestas medidas contra ella puestas en marcha por los grupos políticos y económicos dominantes, tiene mucho que ver con las emociones de cada uno de nosotros y de los grupos sociales y políticos más representativos de cada sociedad y Estado.1 Solo incluyendo ese ámbito explicativo podremos entender la (relativa) ausencia de respuestas indignadas y airadas ante las pérdidas de posiciones y poder adquisitivo por parte de los asalariados y las clases medias de nuestras sociedades; o ante las políticas de «recortes» y privatizaciones corruptas de bienes públicos, es decir, ante nuevas estafas a los bienes sociales conseguidos con el esfuerzo político, social y económico de generaciones de ciudadanos. Es evidente que los grupos dirigentes en nuestras sociedades están administrando certeramente el miedo y otras emociones, según la doctrina del shock (Klein, 2007) y según los conocimientos adquiridos durante decenios en prestigiosas universidades, thi nk tanks, fundaci ones i deológi cas pri vadas y demás medios de captación de conocimientos y expertos para la formación y la consolidación de grupos dominantes. Hace más de un siglo que vienen creándose (o apadrinándose) prestigiosos centros de conocimiento, universitarios y extrauniversitarios, con el claro propósito de usar su producción para la consolidación del Poder realmente existente. Por ejemplo, utilizando conocimientos y datos procedentes de la psicología social, la neurofisiología, la p s ic o f a r m a c o lo gí a ... P a r a e llo , d e s d e lu e go , y a e n u n s e gu n d o m o m e n t o , e s in d is p e n s a b le la c o la b o r a c ió n , n o s o lo d e lo s m e d io s d e c o m u n i c a c i ó n , s in o d e determinados «servicios» y «agencias», más o menos secretas, grupos militares y de espionaje, contraespionaje y contrainsurgencia y, además, de las propias poblaciones.
Por ejemplo, el componente emocional de la percepción de la existencia de amplias variaciones interhumanas, unido certeramente con la desinformación, ha sido utilizado para crear políticas de anticomunismo, antiterrorismo, antiarabismo, racismo y demás antis disociadores (Varvin y Volkan, 2003; Klein, 2007; Tizón, 2011). Hasta el extremo de que, a menudo, el chovinismo y la proyección han llegado a servir en nuestras democracias como argamasa fundamental de una identidad profundamente agrietada por las deficiencias y la irracionalidad crecientes en nuestro sistema social. Con más de cien desahucios al día en varios países europeos; con millones y millones de parados (en algunos momentos de este siglo, con más de seis millones de parados oficiales en nuestro país,2 más de la cuarta parte de la gente en edad de trabajar); con cerca de dos millones de hogares españoles sin ningún ingreso conocido o reconocido; con los recortes arbitrarios de los derechos sociales y políticos adquiridos durante siglos por las clases trabajadoras y oprimidas; con el desmantelamiento acelerado de sistemas asistenciales públicos de larga tradición y cierta eficiencia demostrada, tales como la sanidad y la educación públicas, es decir, organizadas y financiadas solidariamente, ¿cómo es que con todos esos procesos en marcha la población no se haya rebelado contra el miedo ni levantado contra el sistema?
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A nivel estructural, posiblemente es cierto que una causa de la aparente parálisis de la población ante las estafas de que es objeto tiene que ver con la esencia psicosocial del neoliberalismo, que ha progresado espectacularmente en la consecución de sujetos introdeterminados, liberados de la ortopedia externa del poder biopolítico amenazante de su supervivencia (Han, 2014). Sin embargo, tal introdeterminación, más que ir dirigida al placer y al amor (la solidaridad), ha acabado regida por la autoexigencia, la culpa, la extenuación, el consumismo... La libertad corre el riesgo de dejar de ser un placer relacional, interpersonal, para convertirse en un nuevo imperativo que se persigue desde la propia introdeterminación. Liberación no es lo mismo que liberalización, ni que neoliberalismo. El refinado manejo emocional que conlleva el pensamiento neoliberal, el Big Brother amable, en lugar de hacer a los individuos sumisos intenta hacerlos dependientes. Emocionalmente dependientes. De ahí la presión por conseguir y difundir «emociones positivas», repetida cotidianamente como otro mantra: el objetivo es seducir más que prohibir; lograr dependencias emocionales introdeterminadas más que forzar. El ciudadano del tardocapialistmo neocon3 (neoconservador y neoliberal), más que consumir cosas, consume «emociones líquidas», y así queda mucho más personalmente comprometido en el proceso de la propia dominación. Por eso el buen manager del neoliberalismo se parece cada vez más a un entrenador emocional, en lugar de asemejarse a un ejecutivo, un adoctrinador, un argumentador o un directivo al uso tradicional.
Para entender el abrumador avance y casi triunfo por goleada del pensamiento neoliberal es cierto que el primer elemento que hemos de tener en cuenta es la mencionada falta de democracia real de los medios de comunicación de masas en cualquiera de los países avanzados: su concentración en manos de los poderes económicos dominantes, unida a las capacidades de influencia y control que les proporcionan el uso científico de las emociones individuales y colectivas, le confieren un poder nunca antes soñado por esas élites y castas dominantes. Por eso, la lucha por hacerse con el control de esos poderes mediáticos es la primera escaramuza que se abre ante cada cambio en la política de los partidos y los grupos de poder económico tradicionales.
El segundo elemento que explica parcialmente esa baja capacidad de oposición a las estafas generalizadas a las cuales se está sometiendo a la mayoría de la población europea tiene que ver con la pérdida de la capacidad de movilización por parte de la izquierda política y la izquierda del sistema, que eran quienes se suponía que deberían responder activamente ante tamaños desafueros (Rancière, 2011; Bodei, 2014). Ciertamente: hoy es una descripción y una constatación. Pero esa realidad, a mi entender, posiblemente se asienta en problemas y escotomas muy anteriores: entre ellos, su torpe y persistente visión de las emociones y la política de las emociones, estrechamente racionalista y difícilmente diferenciable, en la práctica, de la política emocional de la derecha más conservadora... pero sin el uso oportunista que esta realiza de las emociones. Es decir, una política de las emociones esencialmente capitalista primitiva que no tiene en cuenta la capacidad de manejo emocional del neoliberalismo.
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¿O conocen ustedes aportaciones suficientemente conocidas de la psicología de las emociones a las políticas de la izquierda o, en general, a la marcha de la sociedad y sus instituciones?
El desprecio por estos temas o, más allá, la ignorancia, casi estulticia, es tal, que normalmente, nuestros médicos hacen largos estudios de más de diez años de duración sin que nadie les haya enseñado o ayudado a pensar sobre las emociones básicas, su número, su tipo, su función... Sin embargo, la mayoría trabajará toda su vida en entrevistas interhumanas, como todos los profesionales de la asistencia y los servicios sociales y personales, es decir, en situaciones en las cuales, por definición, las emociones juegan un papel crucial. Lo harán, pues, sin casi conocimiento de la vida emocional e incluso despreciando su valor para la organización de la sociedad y la asistencia. Y no digamos nada de la ausencia de formación de todo el aparato de justicia, servicios sociales, servicios comunitarios y de «bienestar social» sobre estos temas. Las emociones siguen siendo algo molesto hasta ese extremo. Se margina así de nuestros conocimientos, por ejemplo, la profunda y primitiva radicación de la moral en el asco y la vergüenza, ya señalada por Freud (1905), lo cual nos desarma notablemente ante las perversiones de la moral (Mèlich, 2014) y, en el ámbito clínico y social, nos impide utilizar tales emociones como indicadores o elementos de conocimiento en la relación.
En sentido contrario, hoy podemos observar directamente desde nuestros sofás, sin tapujos, sistemas de control político y social cada vez más difundidos (y, al parecer, aceptados) en nuestras sociedades y cada vez más basados en una utilización manipuladora de esas emociones individuales y colectivas. Así, podemos observar cómo el miedo, el asco y la ira se infunden para favorecer la incorporación del desprecio, las deformaciones o el desconocimiento respecto a clases, grupos y personas oprimidas, sumergidas, emigradas, reprimidas, secundarias, «antisistema», nominadas o expulsadas de la casa, expropiadas, desahuciadas, ahogadas en los mares o en los desiertos que llevan hacia el norte exuberante de consumo desde un sur exuberante de hambre y pobreza... Observemos la fruición, el placer, probablemente un placer sadomasoquista disociado, con el cual grupos sociales oprimidos colaboran y atienden voyeuristamente a las nominaciones, las expulsiones, los juicios públicos previos, los escarnios de todo tipo... Observemos cómo los propietarios y detentadores del poder de los medios decomunicación controlan, organizan y difunden productos basados en un uso masivo, aunque zafio, de las emociones: tertulias vocingleras sobre temas nimios o sobre intimidades personales, reali ty shows impresentables, directamente voyeuristas- escopofílicos en sus formas y en sus delicuescentes objetivos, compra-venta de informaciones y personas cuya máxima aspiración es tener unos minutos de tele, informativos transmutados en diarios de sucesos y casos con el fin de difundir el miedo, el asco, la ira, los estereotipos emocionales más empobrecidos y empobrecedores...
Todo hace patente que los que deberían oponerse a esas zafias manipulaciones, la izquierda ideológica y política, o no las atienden, no valoran su importancia, o no saben por dónde entrarle al tema. Entre otras cosas porque hace decenios que quedaron perdidas en el conflicto entre logos y mitos, entre racionalidad y afectividad, tan
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consustancial en nuestro momento cultural, en el ser humano logomítico de nuestros días. O, porque más atrasadamente incluso, han quedado prendadas y prendidas del racionalismo. A pesar de que sabemos que tanto el discurso mítico, sin el correctivo de la conciencia crítica, como el discurso lógico, racionalista, sin la matización obligada por lo mítico y la afectividad, han arrastrado a la cultura occidental a los «totalitarismos de un solo discurso» (Duch, 2002), mediante los cuales se han intentado encapsular los diversos ámbitos y modos biológicos, psicológicos y sociales de la existencia humana, y achatar la posibilidad de vivir experiencias (y no solo líquidas y múltiples vivencias sin profundidad).
Todo ello ha llevado a que los detentadores reales de los medios de propaganda puedan decir lo que deseen y como lo deseen con casi total desprecio de la cultura, la verdad, los valores de la solidaridad, los principios éticos básicos (que solo valen para mí y mi casta, pero no para «los malos»)... A menudo, su poder y su autoconfianza son tan grandes que llegan a hacerlo ufanándose pornográficamente de su poder, su capacidad de control y manipulación...
¿Cómo no pensar entonces en Melanie Klein y en su descripción de determinados «mecanismos psicológicos» tales como las defensas maníacas (Klein, 1934, 1946)? Cuando observamos una y otra vez esas situaciones, creo que, como poco, hemos de recordar que control, triunfo y desprecio fueron su genial descripción de lo que llamó las «defensas maníacas», los sistemas cognitivo-emocionales y conductuales de intentar evitar la culpa y la necesaria reparación o, como hoy diríamos, de intentar reorganizar in extremis el impacto emocional que nos producen determinadas relaciones interhumanas. La negación maníaca es siempre defensiva. Ante peligros de hundimiento depresivo o de disgregación psicótica, tratará de controlar todo lo que nos pueda recordar la culpa, la c a t á s t r o f e o n u e s t r a s v u ln e r a b ilid a d e s m á s p r o f u n d a s . P o r e s o s u e le in c o r p o r a r sentimientos de desprecio y triunfo para con los perdedores y para con todos los que intentan recordar esas realidades... En vez de sentir temor por nuestra fragilidad o insuficiencia, o bien pena, culpa, deseos de reparar, el uso de las «defensas maníacas» nos permitirá exhibir poder, desprecio, superioridad, distancia con respecto a los «inferiores» (Williams, 1993).
Un buen ejemplo de tales actitudes son los estereotipos acerca de los «moros», «los sudacas», los «terroristas», los «antisistema»: a todos ellos hay que controlar, despreciar, ganar... Sobre todo, hay que evitar sentir y pensar en cómo vienen y por qué vienen, qué aspectos deficitarios, fraudulentos o genocidas de nuestro sistema social hacen que tengan que aparecer, que se vean obligados a intentar instalarse entre nosotros abandonando a sus seres queridos, sus tierras, culturas y paisajes, sus vidas anteriores...
¿Cuál puede ser el motivo de tales reacciones maníacas, tan generalizadas en ciertos grupos sociales dominantes y en nuestra coyuntura? ¿Hasta qué punto estamos colaborando en el desprecio y la anulación de las emociones vinculatorias y el deseo vinculatorio? (Steiner, 1985; Tizón, 2011). ¿Qué oscura percepción hay de la mentira cada vez más generalizada y del fracaso de nuestro sistema social y político?
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Toda burbuja falseadora maníaca, desde este punto de vista psicoanalítico, implica una percepción más o menos consciente o inconsciente de fragilidad, vulnerabilidad, inestabilidad... Por eso hay que usar esas defensas extremas, a pesar del relativo éxito logrado por el neoliberalismo en la creación y difusión de diversos estereotipos empobrecedores. El primero de todos, el estereotipo empobrecedor acerca de la democracia: en vez de un sistema social mediante el cual administrar mayorías y minorías para el progreso en los conflictos sociales, va quedando convertida en un sistema rigidificado y poco operativo de representación (teatral) en el que se vota cada cuatro años a determinados personajes, en un mero mercado más... pero de votos. Y, además, se vota a esos personajes en función de las emociones creadas en los diversos grupos sociales por manipuladores sociales expertos a sueldo de élites y castas ajenas a los poderes democráticos. Y se los vota sin retroacción, con unas exiguas posibilidades de exigir posteriormente las correspondientes responsabilidades... Algo bien diferente, por cierto, a la democracia real, que tiene que ver sobre todo con el cultivo de las diferencias y la capacidad de integración de tales diferencias, y no con el dominio totalitario de supuestas mayorías, creadas mediante manipulaciones emocionales más o menos descaradas realizadas desde poderosas empresas de comercialización de datos y márquetin.
Un alto en estas reflexiones. He de aclarar ya desde aquí la prudencia con la que, como psicólogos, psicoanalistas y psicoterapeutas, que no como ciudadanos, hemos de hablar de estos temas. Suponiendo que nuestras teorías y modelos estuvieran probados para nuestras disciplinas, eso no implica que lo estén para otras. Ni siquiera que sean aplicables y útiles. Por eso, como otros psicólogos y psicoanalistas antes que yo, las propongo como elementos meramente heurísticos y hermenéuticos, explicativos e interpretativos. Ciertamente, una perspectiva epistemológica de las ciencias sociales y, en general, del conjunto de las disciplinas tecno-científicas habla de las «teorías fractales» y la «teoría general de sistemas», modelos epistémicos que pueden permitir y facilitar esa utilización de teorías, modelos y esquemas entre unas disciplinas y otras. Pero, así como estoy cada vez más escamado del uso acrítico que se realiza hoy de términos psicopatológicos fuera de la psicopatología, también me preocupa el uso acrítico de modelos psicológicos para otras ciencias y ámbitos. Hablar de «psicosis social», «psicosis en los mercados» , « psicosis de masas» , « perversión de masas» , « perversión de objetivos», «perversión de los programas políticos», «histeria generalizada», «locura del s is t e m a » y h a s t a d e « e d if ic io s e n f e r m o s » n o h a c e s in o r a d ic a liz a r la p e n u r ia d e conceptos explicativos o el uso oscurecedor de los mismos con intereses que, como poco, consisten en ocultar la pobreza teórica de quien los utiliza... Cuando no, simplemente, practicar nuevas versiones de «juegos de trileros».
1. Con perspectivas y objetivos algo diferentes a las que utilizaré aquí, ese tema ha sido tratado por diversos autores: por ejemplo, N. Klein (2007), Camps (2011), Han (2014)...
2. Digo tan solo «posiblemente», pues las falsedades vertidas en las múltiples estadísticas oficiales y no oficiales sobre el tema se han enraizado tan profundamente en la contabilidad oficial, que hoy en día nadie puede tener una seguridad mínima sobre el desempleo real en nuestro país. Hasta ese dato clave para la sociedad y la economía resulta hoy estructuralmente falseado.
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3. Recojo aquí el término neocon aplicado hace decenios al neoliberalismo por la izquierda francesa, como ju e g o d e p a la b r a s h u m o r í s t ic o e n t r e c o n , c o m o a b r e v ia t u r a d e c o n s e r v a d o r , y c o n , e n f r a n c é s , c e rd o . Determinada izquierda norteamericana alternativa antisistema llegó incluso a presentar a un cerdo como candidato presidencial con el eslogan «¿Por qué conformarse con un medio-cerdo para presidente si puede usted votar a un cerdo completo?» (Do it, años setenta).
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2. Provocando el shock: de-simbolización del miedo y de-sublimación
de la agresión intraespecífica
A mi entender, el avance de la psicopolítica neocon aún solo es aplicable a una parte de la población de nuestro país y todavía a un más reducido porcentaje a nivel mundial. Creo que en nuestra sociedad aún sigue poseyendo gran importancia la influencia de otros medios de presión, ortopedia y sujeción del poder tardocapitalista, sistemas previos a la autosujección mediante la autoexigencia extenuante y la sumisión aceptada al poder psi copolíti co.
Y, entre esos otros medios de apuntalamiento y consolidación del poder neoliberal, probablemente hemos de pensar, en primer lugar, en el miedo y el uso del miedo en nuestras sociedades, en «el poder del miedo». En efecto, el uso del miedo por parte de los poderes dominantes es cuantitativa y cualitativamente diferente que en el capitalismo primitivo y liberal. Su administración y su introyección, su incorporación a nivel personal, son también cualitativamente diferentes de cómo lo han sido en el capitalismo anterior. En definitiva, hoy se está usando, ante todo, para crear un shock emocional y socialmente « aplanador» con el objetivo de « neoimplantar» posteriormente « n e o r r e a lid a d e s » ( K le in , 2 0 0 7 ) : e l u n iv e r s o n e o c o n im p u e s t o m e d ia n t e m é t o d o s directamente recogidos de los oscurísimos y a menudo estrambóticos doctores Cameron.1
Así, por un lado, como ya describí en 2011, se está dando un uso del miedo mucho más «penetrante» y de «difusión masiva» que en cualquier otro periodo histórico y, encima, más científica y técnicamente «modulado» (Tizón, 2011). Se trata de un uso masivo del miedo ampliado y potenciado por la celeridad con la que corren las noticias sobre el mismo y por la globalización de las comunicaciones (sobre catástrofes y desastres, claro está). Ese poder omnímodo del miedo solo resulta contrapesado aquí y allá por movimientos radicales como los indignados españoles e internacionales, el 15- M, Democracia Real, Podemos, 5 Stelle, por contrapoderes radicales pero minoritarios en las redes de comunicación. También, por múltiples movimientos, organizaciones y corrientes de opinión y acción que son potentes, sí, pero minoritarios a pesar de todo. Pero, ante la magnitud de la debacle y ante la desmesura y la desvergüenza de las medidas correctoras aplicadas a nuestro capitalismo viejo, ¿cómo es que la contestación es (relativamente) minoritaria? Para que ello sea posible, tiene que dominar un contexto psicosocial favorable. Hay que «neoimplantarlo» mediante la utilización de las emociones
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y, en primer lugar, del miedo. Pero ¿cómo volver a utilizar masivamente el miedo y otras emociones contra los seres humanos supuestamente más cultos, ricos, intercomunicados, simbolizadores, cuidadores de la infancia y de las relaciones humanas...? Posiblemente haya tres métodos o sistemas, y de dos de ellos acabamos de hablar.
El primero consiste en de-simbolizar el miedo y la agresión. Ahora pueden volver a ser reales, brutales, omnipresentes. No hay por qué infundir miedo mediante símbolos cuando se puede atacar bien directamente: puedes quedar nominado, excluido, difamado, penado, marginado, tiroteado, explosionado, reventado...
Luego, con un segundo sistema potenciador del primero, se puede administrar y manejar la difusión masiva del miedo utilizando el control sobre los medios de comunicación, más simbolizadamente, más a distancia. Y el tercer método para instilar masivamente el miedo y sus dictados en el cuerpo social se basa, precisamente, en la restricción del pensamiento, los intereses y los objetivos que la introyección del miedo excesivo, del miedo no elaborado, implica siempre (Tizón, 2011).
Con métodos y técnicas modernizadas y psicológicamente informadas, se intenta, pues, infundir y difundir masivamente el terror y, más allá, el miedo al miedo. Y ahí entra en acción la desublimación de la agresión: los poderosos no tienen por qué reprimirla para utilizar los remanentes de esa ira con fines más nobles, sublimados. Pueden usar la agresión como quieran y cuando quieran, simplemente porque pueden. En continentes ajenos, como África, o en nuestro propio lugar de trabajo, municipio, círculo de conocidos, y hasta en nuestro hogar, mediante la amenaza de dosieres y difamaciones que pueden dejarnos psicosocial y emocionalmente invalidados. Porque quieren y pueden.
El resultado de la concertación de esos cambios en la utilización de una de las emociones humanas básicas y primigenias, el miedo, es que grupos sociales enteros han quedado laminados entre los terrores esquizoparanoides del miedo a la incertidumbre, al caos (a las ansiedades confusionales primitivas) y el miedo a la revolución (el terror ante el cambio catastrófico). Y eso queda multiplicado en países como los europeos, dominados por los recuerdos culturalmente introyectados de las últimas guerras mundiales y europeas. Y más aún en España, con una sangrienta Guerra Civil y contrarrevolución aún por elaborar. Es difícil, pues, salir de ese predominio de organizaciones de la relación basadas en el miedo: organizaciones paranoides, fóbico- evitativas, perversas... (Britton, 2010; Tizón, 2007).
Ciertamente, estamos viviendo un periodo histórico que combina la «desublimación represiva de la sexualidad» (mucho sexo y tal vez no tanto placer y unión psicosexual: Marcuse, 1964) con la desublimación de la agresión: ya no se invocan motivos excelsos para herir, matar, agredir, machacar a personas, grupos sociales o países. Matar más y mejor a otros seres humanos es la sustancia básica de muchos juegos electrónicos «para adultos»... e incluso «para niños». No hay que extrañarse, pues, de que, en plena excitación maníaca, un piloto estadounidense, en los primeros bombardeos sobre Irak, pudiera gritar por el intercomunicador: «¡Los estamos volviendo a la Edad Media!». O,
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como expresó, exultante en su triunfo sobre los parados, una diputada de derechas del parlamento español: «¡Que se jodan!».2
Hoy algunos no tienen que justificar con ideales, ni con sublimes razones llenas de buenas intenciones, el hecho de hundir o matar no tan solo a combatientes enemigos, sino a mujeres, niños y ancianos. Cada vez más, eso se hace porque «son una amenaza», cada vez más cerca del escueto «porque son adversarios» o «porque puedo y porque quiero». «¡Para que aprendan y no se atrevan con nosotros! Hay que colocarlos en su sitio».
Sin olvidar que la doctrina militar definitiva, la que aún gobierna por encima de las cabezas (nunca mejor dicho) de toda la humanidad, sigue siendo una descarnada y de- sublimada manifestación de la ira, la venganza, la agresión. ¿Recuerdan la MAD (Mutually Assured Destruction)? Pues sigue siendo la doctrina dominante en el caso de una guerra nuclear. En definitiva, si intentáis destruirme, os destruyo, aunque la humanidad entera perezca en el intento (y los diversos analistas militares discuten si la humanidad, con los deteriorados, pero mortíferos arsenales nucleares hoy acumulados, desaparecería cinco, veinte o doscientas veces. Pero con una nos basta. ¿O no?).
Se trata de realidades descarnadas, pero contra las cuales pocas élites científicas o intelectuales parecen oponerse. Y precisamente cuando ya, con el derrumbe de los «bloques», esas «doctrinas» poseen menos sentido. Su persistencia desenraizada hace pensar en el imperio del miedo, en el uso del miedo como cemento y argamasa generalizada de nuestras sociedades.
Otro buen ejemplo de nuestro atraso en repensar la influencia de las emociones en el individuo y en la sociedad podemos observarlo en las teorías dominantes con respecto al contrato social. Como sabemos, el miedo está en la base de nuestras teorías del derecho y la sociedad. El miedo sigue siendo el concepto fundamental en la teoría dominante acerca del «contrato social», acerca del porqué los seres humanos nos unimos en sociedad: por ahí marcharon las teorizaciones acerca del Estado de Hobbes, más tarde reafirmadas por pensadores tan diferentes en otros aspectos como Rousseau, Hegel, Kant e incluso Freud y Einstein (¿Por qué la guerra?). Pocos pensadores se han atrevido a contradecir la teoría dominante del contrato social, que afirma que este se basa, construye, estructura, alimenta y refuerza mediante la emoción del miedo. Solo han mantenido una visión más poli temáti ca del « contrato social» algunos pensadores anarquistas y anarcosindicalistas desde Kropotkin (1902) y algunos socialistas «utópicos», socialistas autogestionarios, y revolucionarios de varias épocas y sistemas, incluidos los revolucionarios españoles de 1931 a 1937 o los revoltosos sesentaiochescos, hi ppi es, indignados, 5 Stelle, Democracia Real y otros movimientos sociales aparentemente derrotados por la historia.
Por supuesto que una razón para juntarnos en sociedad, crear las ciudades, crear los Estados, es el miedo y, en particular, el miedo a la ira humana desatada (y son ya dos emociones: miedo e ira). El miedo al poder (más exactamente, el miedo a la ira del poder) es la ortopedia fundamental del poder disciplinar, biopolítico (que amenaza con el hambre, la muerte y el dolor, y necesita de unas poblaciones productoras y
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reproductoras sometidas mediante el miedo). Pero esa teoría se basaba, sin saberlo, en un deficiente y ya obsoleto conocimiento de las emociones y los sentimientos humanos básicos. Porque, si tenemos en cuenta una perspectiva más actualizada de las emociones primigenias, hay que pensar en otras cuatro o cinco emociones básicas y en decenas de sentimientos culturales (emociones básicas procesadas por la experiencia personal y social). Se trata de un vértice básico para las técnicas de dominación y sumisión psicopolíticas, neoliberales, que buscan la reproducción y la perpetuación del sistema mediante programaciones y controles psicológicos.
En ese sentido, en el «contrato social», en las motivaciones para organizar las sociedades humanas, también han influido, influyen e influirán esas otras emociones. Por ejemplo, el placer y la alegría, y su búsqueda. Y también, el seeking (la emoción del conocimiento y de la búsqueda de conocimientos), la tristeza y la vergüenza, tanto en la creación como en la organización de nuestras instituciones sociales. Y una serie de sentimientos básicos: amor, confianza, esperanza, inquietud... Es decir, que esa serie de pensadores alternativos a los habituales, a los cuales se suele considerar como «derrotados de la historia», no iban tan errados como las clases dirigentes y sus medios de propaganda nos han hecho creer durante decenios. Aunque no hayamos parado mientes en su poderosa contribución a los cambios de nuestro mundo (Nussbaum, 2006).
He incluido aquí entre los partidarios de las teorías tradicionales a Sigmund Freud porque, a mi entender, también él contribuyó a esa perspectiva sesgada de la motivación humana, en especial con su teoría bitemática de las pulsiones (1925, 1929). Confrontado en sus tiempos con la dificultad de explicar las motivaciones o pulsiones humanas más profundas, más con-movedoras, «basadas en la biología», creyó que no tenía más remedio que proponer lo que él mismo llamó « su mitología» : Eros y T hanatos, psicosexualidad y destructividad... Pero, como han discutido algunos autores como Jesús Ferrero (2009) o yo mismo (2011), ¿por qué Eros y Thanatos y no Eros y Misos (Amor y Odio) o Eros y Ananké (Amor y Necesidad-constricción)? ¿Por qué Eros y Thanatos y no una compleja interacción de seis o siete emociones básicas matizadas en sentimientos tras su paso por la experiencia individual y las diferentes culturas? Hoy pienso que allí entró en acción el triple pesimismo ideológico de Freud (1929): pesimismo de clase social, pesimismo de coyuntura histórica y pesimismo de civilización. Freud, sin saberlo, pensaba en función de una clase social convulsionada por una terrible coyuntura histórica (la de la Primera Guerra «Mundial» y su posguerra) y que se acercaba al abismo del posible hundimiento de todo un sistema social, modo de producción o «civilización», una cuestión que hoy es mucho más visible que en su época.
¿Y si esas motivaciones básicas del ser humano, enraizadas en la biología, fueran las emociones, hoy mucho más estudiadas y conocidas que en tiempos del primer psicoanálisis? Tal vez para explicarnos los conflictos humanos, tanto personales como psicosociales, ya no sea suficiente esa visión bitemática de las motivaciones básicas. Tal vez para explicarnos los conflictos humanos deberíamos pensar en seis o siete emociones básicas o primigenias (ira, temor, asco-disgusto, placer-alegría, búsqueda-sorpresa,
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tristeza y vergüenza) actualizadas ya desde las primeras relaciones del ser humano, y con repercusiones PNEI (psico-neuro-endocrino-inmunitarias) y sociales.
Ciertamente, todavía no existe un modelo unificado del mundo emocional. Por eso pueden proponerse otros modelos de las emociones básicas: por ejemplo, el de otro grupo de investigadores de las emociones humanas, el encabezado por Jaak Panksepp (1998). Panksepp y sus colaboradores han propuesto un modelo «cuadripartito» de las emociones básicas (miedo por la integridad física, pánico ante la pérdida relacional, ira y asco-disgusto), con sus bases neurofisiológicas y psico-neuro-endocrino-inmunitarias diferenciadas. Un modelo al que, por cierto, tal vez, habría que añadir el otro sistema neuroconductual estudiado por el propio investigador estonio-estadounidense: el del placer-alegría. Es evidente que también con este modelo el resultado para las perspectivas psicológicas, psicoanalíticas, psicosociales y sociales sería diferente y mucho más complejo que si usamos tan solo el modelo de la «teoría bitemática de las pulsiones», la dialéctica bi-pulsional.
¿Podemos seguir sosteniendo, pues, que lo que nos hace unirnos en sociedad, unirnos a los otros, es solo el miedo? No parece que sea la realidad, tanto desde el punto de vista científico actual como desde el punto de vista cultural, al menos desde el Renacimiento y la Ilustración: para unirnos en sociedad y organizar la sociedad nos impulsan y nos apoyan también otras emociones básicas y sus concreciones en la experiencia personal y colectiva, archivadas como «relaciones de objeto», «esquemas cognitivos básicos», «mecanismos interpretativos o interpersonales básicos» o como «modelos de trabajo internos». En la sociabilidad humana desempeñan un papel, no siempre malévolo, la búsqueda de lo nuevo, la curiosidad, el seeking, búsqueda de conocimiento o vínculo K (de conocimiento) (Bion, 2000; Meltzer et. al., 1999), los anhelos de placer y alegría, la ira-rabia, la huida del asco... Y todo ello pasado por la experiencia, que deja en nosotros profundas huellas relacionales, biológicas y sociales... Pensemos que nacemos con unos cien mil millones de neuronas y que, a los 25 años, la sustancia blanca, las conexiones, predominan en nuestro cerebro sobre la «sustancia gris»: se han generado billones o incluso trillones de conexiones interneuronales en función de la experiencia. Y, además, con una modulación epigenética paralela, de forma tal que las emociones y las experiencias tempranas que vivimos van a hacer que se expresen o dejen de expresarse componentes genómicos muy amplios, en particular en nuestro cerebro, algo sumamente básico en la actual consideración de la plasticidad cerebral (Teicher, 2002; Fonagy et al., 2002; Meaney y Szyf, 2005; Ansermet y Magistretti, 2007; Feder et al., 2009...).
En definitiva, hemos de cambiar nuestras ideas acerca de las motivaciones sociales y las teorías acerca de las mismas por un esquema más de acuerdo con los conocimientos científicos actuales, por un esquema algo más complejo pero, tal vez, algo más real, más de objeto total. Se trata de un modelo que implicaría grandes cambios en nuestro enfoque de los objetivos y las prioridades del desarrollo individual y social.
Desde luego, es cierto que el miedo resulta un cemento básico en nuestro mundo y en n u e s t r a s m o t iv a c io n e s p a r a la r e la c ió n , y a d e s d e la in f a n c ia . P e r o t o d a s la s investigaciones sobre el apego, la mentalización, las emociones o sistemas apetitivos y
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defensivos primitivos nos hablan de otras emociones o sistemas primitivos que desempeñan un papel no menor. La diferencia es que, gracias en parte al psicoanálisis y a la psicología social, las técnicas de control social se han desarrollado basándose en la teoría bitemática: sexualidad y agresividad, o, más exactamente, psicosexualidad y miedo- ira. Pero en los últimos decenios parecía que la democracia, el sistema social «menos malo» para las poblaciones, en línea con perspectivas científicas actualizadas, podía desarrollarse asentándose en otras emociones y sentimientos más vinculatorios: placer, búsqueda de conocimiento, tristeza, vergüenza, culpa... Y también gracias a la difusión y la manipulación del miedo de forma cada vez más simbolizada y mentalizada.
Sin embargo, como vemos, en el uso del miedo estamos viviendo una profunda regresión antisimbolizante, probablemente imprescindible para generar el shock en el sentido de Naomi Klein (2007). Un shock que permita «allanar» el camino para la implantación a nivel social del «neoliberalismo rampante». Tal vez por eso los medios de propaganda actuales tienden a mostrar con toda su impudicia que «el miedo es el mensaje y el sistema». Se habla más de los «métodos antidisturbios» que de los motivos de los posibles disturbios; se amenaza abiertamente con enviar a ejércitos de policías o al propio ejército a cualquier lugar o espacio donde se pueda alterar el orden preestablecido; se hace apología o casi apología de la muerte a distancia mediante drones o mediante sistemas de asesinato solo al alcance de determinadas organizaciones sociales supuestamente «antiterroristas» (con el agravante de que hoy en día ya es posible disfrazar impunemente cualquier asesinato político de «muerte natural» o de accidente) ...
Esas modalidades del miedo son usadas y defendidas con todo descaro por los dirigentes de nuestro mundo y en multitud de productos culturales difundidos por la casta de sus servidores: esa es la desimbolización del miedo. Ya no es como en Hobbes, Rousseau, Hegel o Marx un medio para otro fin, una forma de contribuir a la argamasa social. Ya se puede defender abierta e impúdicamente no solo como un sistema (¿inevitable?) de control social, e incluso como el núcleo mismo de un posible sistema social naciente: el de la nueva barbarie del despotismo no ilustrado y autoritario. Lo fundamental es mantener determinadas formas de poder de los unos sobre los otros: lo contrario a lo que aspiraba Rousseau y tantos otros librepensadores y revolucionarios del pensamiento o de la acción.
Anteriormente dijimos que las emociones «han tenido muy mala prensa», al menos durante los últimos dos o tres siglos; que el racionalismo, el empirismo y varias formas de materialismo y monismos mecanicistas lograron convertirlas en las bestias negras de la humanidad, a las que había que alejar, controlar, exorcizar. El miedo, como emoción básica y primigenia que es, ha caído también bajo ese dominio. En ese sentido, el miedo ha pasado de ser una forma de interacción y, por lo tanto, de conocimiento del mundo, a una emoción temida y vergonzosa, que había que evitar por encima de todo. Pero, al tiempo, la capacidad mentalizante de los humanos iba progresando en la simbolización del miedo (como de otras emociones), de forma que su provocación y su vivenciación en la realidad externa, como amenazas a la integridad física, iban dejando paso a otras
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formas más simbolizadas de vivirlo, comenzando por el pánico (en el sentido de Panksepp, es decir, el temor a la pérdida del objeto, a la separación de los otros, al aislamiento).
Es evidente que, durante el siglo XX, se había dado una marcha progresiva hacia la simbolización del miedo y de las reacciones ante el miedo: cada vez se vinculaban más con una visión comunitaria del mismo, más al servicio de la humanidad como un todo. Desde luego, esas perspectivas habían sido contrapesadas una y otra vez por las formas más descarnadas de la de-sublimación de la agresión y la violencia intraespecífica: por ejemplo, por dos guerras mundiales que costaron más de cien millones de muertos a la humanidad (y ambas desencadenadas por países europeos, supuestamente los más cultos de la especie). Dos guerras mundiales, seguidas de todo un enorme rosario de guerras, terrorismos de Estado y destrucciones masivas dirigidas directamente a instilar el miedo en determinados cuerpos sociales y en las mentes (y los sistemas nerviosos) individuales: las guerras militares, económicas y sanitarias contra África, contra Asia (contra China, Vietnam, Camboya, ahora contra Afganistán...), las guerras contra los árabes (contra Palestina, Irak, Líbano, Libia, Siria...).
Todo aquello pasa y sigue pasando afuera, en ese mundo que muchos viven casi como el espaci o si deral exteri or. P ero esas realidades exteri ores poseen siempre repercusiones en el interior de los países imperiales. En estos, como ya avisaba Eurípides en Las troyanas, se van extendiendo también formas cada vez más descarnadas y desimbolizadas de utilizar el miedo, dando lugar a Guantánamos diversos, terrorismo de Estado, recorte de libertades, recorte de derechos, persecución de minorías, mentiras y falta de transparencia política, « asesinatos selectivos» , asesinatos de banqueros o dirigentes políticos que han caído en desgracia o «pueden hablar», a menudo disfrazados de suicidios o «muertes naturales»... Un auténtico festival del terror o miedo extremo, organizado y difundido con todo tipo de apoyos científicos y, en particular, de la psicología social y de las técnicas de márquetin, pero de forma cada vez menos simbolizada, apoyándose en prácticas bien reales y asimbólicas. Con todo ello se consigue un doble objetivo: por un lado, el objetivo directo, de control, para el cual se utiliza el miedo como máxima arma paralizadora; por el otro, el objetivo indirecto, la regresión y la unidimensionalización del pensamiento que el miedo extremo y el miedo crónico implican (Zˇizˇek, 2009; Tizón, 2011).
Como decía hace poco en mi libro sobre el miedo (2011), la crisis del capitalismo que estamos viviendo desde 2008 marca una profunda diferencia en el uso del miedo. Nos ha llevado al extremo de que, por miedo a perder lo poco que tenemos, lo poco que nos deja tener la voracidad del gran capital transnacional, cuesta que alguien hable alto y claro sobre la crisis, sus causas y sus causantes, o sus mantenedores directos. Hasta políticos supuestamente poderosos aplican hambre y miseria informativa (y física) generalizada con el supuesto básico de que «no queda otro remedio»... para ellos, claro. La omnipresente TINA: There is not alternative.
¿Cuántos políticos de centro-izquierda, socialdemócratas convencidos y/o políticos realmente liberales (partidarios de extender las libertades públicas) están callando la
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verdad, ocultando datos e informaciones, o incluso practican juegos sucios «para evitar males mayores»? ¿Qué asusta tanto a esos protegidos del poder, a esos miembros de «la casta»? No son solo los habituales «dosieres secretos», de los que hay puñados para cada político, periodista u organización con cierta relevancia (un indicador más de la perversión de la democracia y de muchas de sus instituciones sociales). Tampoco el temor a perder privilegios y escala social, temor real y bien real, pero no motivación única de esa «casta» de políticos y servidores del poder corrupto. Hoy sabemos que incluso hay algo más básico y sustancial: en la medida en que vivimos en una sociedad tan dominada por el miedo, esa emoción básica se ha hipersustanciado en ellos (y en nosotros), disminuyendo en sus circuitos psicológicos y neurológicos básicos (y, entre ellos, los de castigo-recompensa) la posibilidad de regirse por otras emociones más vinculatorias.
Por eso, muchos de los miembros de tal casta, en algunas de sus declaraciones semiprivadas, son capaces incluso de manifestar su miedo al miedo, su auténtico canguelo: «Porque, si no lo hacemos nosotros, “los mercados” se ensañarán con nuestro país»... ¿Quién y cómo se lo ha dicho? ¿Por qué obedecen a ese miedo y no al miedo a una ciudadanía empobrecida, indignada, masacrada, que bien podría enfurecerse? Parece que, como gran parte de los políticos profesionales, desconfían totalmente de la ciudadanía, le tienen miedo. Por eso prefieren engañarla en otro asunto más: «Mejor hacerles tragar yo mismo que arriesgarnos todos a una convulsión social...». Es una manifestación más de lo que en otro lugar (2011) he llamado los «nuevos miedos de la tardomodernidad»: el miedo de los políticos a sus electores, el de los maestros a los alumnos y el de los padres a los hijos.
En último extremo, lo que más temen (y tememos) es la «convulsión social»: El metamiedo de la catástrofe. Pero ¿puede haber una convulsión social mayor que el órdago a la organización democrática y social europea puesto en marcha desde 2008 por los especuladores transnacionales a los que políticos timoratos y periodistas piadosossiguen llamando «los mercados»? Aunque a sus agentes, a toda esa élite dirigente oculta, en justicia ni siquiera podemos llamarlos ya «mercaderes transnacionales», pues sus transacciones multibillonarias no llegan ni tan siquiera al trueque o a la compraventa, sino que se sustentan en la pura especulación para obtener enormes beneficios económicos. Así, especulan con los alimentos básicos (que solo en 2010 subieron, al parecer, el 25 por ciento, lo que significa la muerte de millones de personas en todo el mundo), con el agua, con las armas, con el terrorismo, con los muertos y el peligro de muerte...
1. El doctor Donald E. Cameron trabajó durante decenios para la CIA en EEUU y Canadá en secretos programas de control de la mente, «conducción psíquica» y «extracción de información». Y, encima, fue el primer presidente de la Asociación Mundial de Psiquiatría.
2. Declaración espontánea de A. F., miembro de una importante familia de políticos y negociantes de la derecha española en el Parlamento español, el 11 de julio de 2012.
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3. «Burbuja» sanitaria y «burbuja» psicosocial
En varios países europeos, hoy no podemos sino admitir que, durante años, hemos vivido no solo en una «burbuja inmobiliaria», sino también en una «burbuja sanitaria», de la que llevo años hablando (Tizón, 2011, 2013); e incluso en una auténtica «burbuja psicosocial», de la que querría decir unas palabras.
Para los que hemos trabajado en los últimos decenios en el ámbito sanitario, la «burbuja sanitaria» precisamente ha quedado manifiesta, antes que en otros ámbitos, en el de la psiquiatría y la psicopatología. Entre otros motivos, por el uso masivo de (psico)fármacos en nuestras sociedades, a menudo de forma aventurera y, muy frecuentemente, de forma ineficiente y iatrogénica. Por ejemplo, en el sobrediagnóstico y el sobretratamiento de la depresión, que ha llevado a que en algunos lugares como Cataluña padezcan tratamientos «antidepresivos» entre el 12 y el 14 por ciento de las mujeres, y a que España sea el segundo país del mundo en consumo de fármacos antidepresivos. Por ejemplo, en el aventurerismo y la barbarie sanitaria del supuesto diagnóstico y el supuesto tratamiento de la supuesta enfermedad del TDAH (el famoso «trastorno por déficit de atención con hiperactividad»), que ha llevado a que en ciertos países de la UE y ciertos Estados de EEUU puedan estar diagnosticados con ese seudodiagnóstico hasta el 15 por ciento de los niños (el 20 por ciento en la franja entre los de 14-17 años), con un aumento según las décadas de hasta el 400 por ciento (1994- 2003), en crecimiento aún hoy. La venta de estimulantes para ese supuesto síndrome se ha multiplicado entre 1990 y 2000 en algunos medios hasta diez o veinte veces, lo que supone un aumento del consumo del 1000 por cien (Moncrief, 2013; García de Vinuesa et al., 2014). Los fármacos masivamente utilizados para esa enfermedad en buena medida existían ya anteriormente a esta. Así, resulta que el TDAH es, fundamentalmente, un producto precocinado mediante el disease mongering (Bentall, 2011; Moncrieff, 2013; García de Vinuesa et al., 2014), como la omnipresente «depresión»... Pero ha dado lugar a una provechosa reutilización masiva de fármacos minoritarios o casi en desuso y a suculentos negocios billonarios.
Otro ejemplo de la «burbuja sanitaria» es el de los tratamientos unidimensionales, anti-integrales y antidemocráticos de los pacientes con psicosis, que hace que la mayoría reciban como único tratamiento... psicofármacos. En ocasiones, hasta cuatro y cinco psicofármacos por sujeto. Sin posibilidades de elegir otro tratamiento diferente. Un tratamiento que, además, se prescribe sin que se conozcan bien los efectos primarios y
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secundarios de esos fármacos a lo largo de los años y, menos aún, las interacciones de esos cócteles medicamentosos... (Bentall, 2011; Moncrief, 2013; Tizón, 2013, 2014).
Un tercer ejemplo: España comparte con EEUU el dudoso honor y beneficio sanitario de ser el primer país del mundo en consumo por habitante de hipnosedantes, el segundo en antidepresivos (el primero, EEUU) y, probablemente, también el segundo en neurolépticos (el primero, EEUU).
Además, no hay que olvidar que algunas de tales «enfermedades mentales» en buena medida son creaciones directas de las empresas químico-farmacéuticas para vender más psicofármacos, en ocasiones sumamente viejos (como muchos estimulantes), pero a costa de la salud de la población y, en particular, de los niños. Por eso en algunos países europeos, el diagnóstico de niños hiperactivos ha crecido un 400 por cien en diez años.
Muchos sanitarios, farmacólogos, biólogos y antropólogos hoy tenemos claro que, en último término, se trata de usar la manipulación de los medios de comunicación y los desarrollos de la psicología social de las emociones con el objetivo de vender más y más fármacos y de fidelizar a los pacientes. Aunque ello signifique cronificarlos comopacientes –a menudo, supuestos pacientes– y, por tanto, restarles autonomía, es decir, salud, haciéndoles dependientes del aparato sanitario-industrial. En último término, aumentando su heteronomía los empujamos a la i nsani a, reducimos su salud: recordemos que, para casi todas las definiciones de salud, la autonomía es uno de los criterios definidores, como hemos insistido desde 1978 (pueden consultarse sendos resúmenes sobre el tema en Tizón, 2005 y 2013). Y ese criterio de autonomía incluye la autonomía con respecto a los aparatos, los dispositivos y los profesionales sanitarios (Tizón, Daurella y Cleríes, 2013).
Si bien esos extremos de iatrogenia, de daños producidos por la medicina, son especialmente claros en esos ámbitos de la psiquiatría, no por ello son ajenos al resto de la medicina, y más en el ámbito de la medicina privada y la medicina de las grandes corporaciones de nuestros días. La lógica tardocapitalista del beneficio rápido, aunque sea pasajero, aunque dañe al consumidor-ciudadano, se ha impuesto en esos modelos de práctica médica y de asistencia sanitaria. Para este momento tardocapitalista, ¿por qué la lógica del negocio debería ser diferente entre unos negocios y otros? ¿Quién creía que esa lógica implacable iba a detenerse ante delicadezas tales como la autonomía de los pacientes, su salud futura, su integridad corporal...? Así vemos cada día más frecuentemente intervenciones innecesarias, pero que producen beneficios (a los practicantes de las mismas y a sus empresas, claro), tratamientos innecesarios, personas cargadas con cuatro, ocho, doce medicamentos deficientemente investigados (casi sin investigar en sus interacciones dos a dos, cuanto menos en sus interacciones doce a doce), medicalización de la infancia y la vida cotidiana, etcétera.
La perversión de los fines de la medicina, que hace ya muchos años denunció Ivan Illich (1975), paralela a su impregnación de una concepción tardocapitalista de la economía (basada en la especulación y el beneficio líquido inmediato aprovechando para ello la inextricable coyunda entre capital privado e instituciones estatales), ha llegado a ser tan amplia que ya contamina incluso la prevención. De ahí que algunos propongamos la
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necesidad de nuevos conceptos y actitudes, como los de la «prevención cuaternaria», para aplicarla a un ámbito en el que la «burbuja sanitaria» y la «burbuja psicosocial» muestran bien claramente sus interacciones y apoyo mutuo.
En efecto, durante años he mantenido que la atención sanitaria pública, comunitarista, ha de estar especialmente atenta a los fenómenos de la iatrogenia, la cronicidad iatrogénica, y a lo que hemos llamado la cronicidad medicalizada, es decir, la tendencia a cronificar a los pacientes usando para ello la medicina y sus sistemas (cf. Tizón et al., 2000). Entiendo aquí el término iatrogenia en su concepto más estricto: los daños sanitarios producidos por el uso de la medicina (Tizón et al., 2013). De ahí nuestro concepto de prevención cuaternaria, para añadir a los clásicos de la OMS de prevención primaria (evitar que el trastorno aparezca), prevención secundaria (tratamiento precoz del trastorno o la enfermedad) y prevención terciaria (evitación de las minusvalías y las deficiencias perdurables que muchos trastornos y enfermedades implican). En los últimos años, y junto con el grupo de Prevención en Salud Mental de la Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria (Semfyc), habíamos empezado a usar, aunque sin deseos de patentes, ese término de «prevención cuaternaria», tal vez un poco antes de que se pusiera de moda a partir de los trabajos de Marc Jamoulle (2012 y 2014) y Juan Gervás (2006). Pero es que preferimos usarlo de forma algo más contextualizada, con menor extensión nuclear del concepto: entendemos, pues, por prevención cuaternaria la prevención de las desviaciones, la iatrogenia y la heteronomía facilitadas por las actividades preventivas médicas.
Proponemos esa acepción de la prevención cuaternaria porque nos parece algo mejor definida que la que se está difundiendo cada vez más a nivel internacional: esta posee t a n t a e x t e n s i ó n n u c l e a r ( c a m p o d e a p lic a c ió n ) q u e a c a b a s ie n d o d if í c ilm e n t e diferenciable del de iatrogenia y del más poético y sugerente de némesis médica, que ya hace decenios había definido Ivan Illich (cuyo texto de 1975 parece que también ha sidoarchivado por la desmemoria generalizada).
Tanto la iatrogenia generalizada como la iatrogenia provocada por la prevención sin prevención cuaternaria son fenómenos crecientes en nuestros aparatos sanitarios contemporáneos y en nuestras sociedades, fenómenos que agravan la dependencia de la población respecto de tales sistemas: no solo psicológicamente, sino también directamente, por la vía de la iatrogenia estrictamente biológica, cada vez más frecuente, en particular en el campo de la asistencia psiquiátrica. Agravan, por tanto, su heteronomía (y, de paso, sus costes económicos).
En la era del tardocapitalismo neoliberal, el cuerpo deja de ser la base para las fuerzas productivas. Su cuidado social deja de ser ortopédico, sustentador-sometedor mediante la amenaza del miedo y el dominio de la biopolítica, los daños biológicos, para convertirse en un cuidado de optimización estética, utilizando para ello medios técnico-sanitarios y mentiras y falacias seudosanitarias. En ese sentido, las posibilidades de usar el fitness como negocio económico son casi infinitas, al menos con las subpoblaciones shooting stars. Ese uso estético del cuerpo y esa comercialización del mismo en seudoprevención
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y seudoasistencia son otra de las bases fundamentales para la «burbuja sanitaria», tanto como el miedo a perder la salud o la belleza.
Insisto: deberíamos tener más en consideración la gravedad de la «burbuja sanitaria», es decir, el espejo cambiante e inflado que promete que, con más gastos en salud y en su prevención medicalizada, se va a mejorar la salud individual y poblacional. Hoy sabemos que, a partir de un determinado nivel, esos gastos disparatados en supuesta salud y en «prevención sanitaria», si no se cambian hábitos individuales y sociales, solo significan lo que significan y producen lo evidente: un espejismo hinchado de falsedades escasamente organizadas y de delicuescentes promesas que se difunden utilizando fraudulentamente el miedo. El miedo al envejecimiento, el miedo a perder la salud, el miedo a la enfermedad, el miedo a perder el aspecto «juvenil» y la «forma física», etcétera. Y, encima, contribuyendo al profesionalismo desmedido y a la heteronomía de la población. Bastantes países tecnológicos han alcanzado una nada despreciable edad media y salud general de sus poblaciones. Empero, sus presupuestos y esfuerzos supuestamente dedicados a cuidar la salud de sus ciudadanos siguen creciendo de forma imparable, a menudo por delante de otros muchos capítulos presupuestarios (tal vez con la excepción de los dedicados a la guerra, a las armas). Sin embargo, esos presupuestos y esfuerzos, antes que mayores cotas de salud, proporcionan, sobre todo, más beneficios para las grandes empresas farmacéuticas y tecnosanitarias. Y, en cada vez más ocasiones, a costa de la salud de los ciudadanos (Benach et al., 2012). De ahí la aplicación del términoburbuja, pues se trata de una brillante y lucida pompa de aire, artificialmente creada e hinchada, que como tal va en contra de lo que dice cuidar: la salud de los ciudadanos.
Creo que no estamos aún en posición de cuantificar esa burbuja sanitaria, pues muchos de sus aspectos y, sobre todo, sus costes económicos permanecen en el más riguroso de los secretos. Como alguno de los extremos más tenebrosos de la misma. Por ejemplo, ¿cómo puede haber un tráfico de órganos internacional sin que participen en él empresas de tecnología médica y grupos médicos y tecnológicos punteros de los países del «primer mundo», con beneficios contables y posibles deducciones fiscales? Y eso a costa de los cuerpos y las vidas de miles de humanos del tercer y el cuarto mundo, desde luego.
Sin embargo, tan grande es ya la burbuja sanitaria que está saliendo cada vez más a la luz (Gervás, 2006; Bentall, 2011; Jamoulle, 2012; Benach et al., 2012; Tizón, Daurella, Cleríes, 2013). Como las cuentas (sanitarias y no sanitarias) corruptas de muchos de nuestros dirigentes políticos y empresariales en la España de las burbujas, en la Europa de las burbujas y en el mundo de las burbujas maníacas... Pero ese conjunto de b u r b u j a s e c o n ó m i c a s p u e d e c o n t r ib u ir y h a c o n t r ib u id o a q u e d e la « b u r b u j a psicosocial» se hable menos, muchos menos.
Utilizo aquí la metáfora de la «burbuja psicosocial» para referirme a la serie de espejismos, generados con el inapreciable apoyo de conocimientos y técnicas psicológicas, acerca de nuestras formaciones sociales y su equidad y su justicia, acerca de su salud individual y colectiva, acerca de sus valores, de sus ideologías, de la democracia imperante en ellas... En la «vieja Europa» y en EEUU, buena parte de la
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población aún se ve reflejada y representada en esas destellantes y volanderas burbujas y casi comulga con ellas. Por eso hablamos de la «burbuja psicosocial», que intentaremos diseccionar en los próximos capítulos. Sobre todo, porque, a diferencia de la burbuja económica o de la burbuja sanitaria, la finalidad de la burbuja psicosocial es que la población viva en ella sin sentir que hay un más allá. Que renuncie a la utopía y acepte acomodarse a la hictopía. Que piense, sienta, razone, comunique dentro de la burbuja, pero sin ser consciente de su existencia, en una especie de Matrix generalizada regida por el principio de la autoexigencia neoliberal, tardocapitalista. Y, si no llega a ser porque las élites dirigentes han puesto en marcha/caído en la crisis política/económica, parecía que el objetivo de la Matrix generalizada se podía alcanzar. La crisis no se ha lanzado o redirigido para cambiar o revolucionar el sistema, desde luego, sino para intentar frenar el cambio inminente en el orden mundial ante la presión de países como China, India y los «emergentes». El fin último es que, incluso en periodo de crisis estructural, la población siga viviendo mayoritariamente en esa matriz cerrada y auto-reflejante.1
Por ejemplo, tendemos a creernos los pueblos más demócratas y libres del mundo, los inventores de la democracia y los árbitros mundiales de la misma, cuando, en realidad, nuestras votaciones y elecciones poseen muchas más irregularidades y sesgos antidemocráticos que otras elecciones que ufanamente nos atrevemos a supervisar. Pero, s o b r e t o d o , p o r q u e c a d a v e z s o m o s m e n o s c o n s c ie n t e s , d e n t r o d e la M a t r i x generalizada, de la perversión estructural de los medios de comunicación de la democracia y de cómo el pensamiento neoliberal va adueñándose de nuestras mentes y nuestras relaciones utilizando al menos una triple panoplia de sistemas: el control cognitivo y de las comunicaciones a través de Big Data y sus derivados; la mentira y la ocultación como argamasa social, y el control perverso de las emociones que permite y perpetúa los otros dos sistemas de control.
Sin olvidar que, en esa burbuja psicosocial, la manipulación, la reducción y la perversión del lenguaje han desempeñado y desempeñan un papel fundamental. Los continuos atentados al lenguaje realizados por nuestros hombres públicos y por los mass media para ocultar su superficialidad o su venalidad o, más groseramente, para hacer desaparecer la realidad, al decir de algunos antropólogos (Steiner, 1990; Duch, 2002), han acabado por afectar grave y negativamente a nuestro lenguaje, a todas las lenguas humanas. La burbuja psicosocial puede mantenerse en parte gracias a la perversión de nuestro léxico habitual que, al mismo tiempo, ha sido causa y efecto de la perversión de las relaciones y los sentimientos humanos (Steiner, 1990; Habibi-Kohlen, 2013; Bell, 2014). Al menos en el norte tecnológico del planeta, el lenguaje de los políticos y los hombres públicos demasiado a menudo ha cambiado su objetivo fundamental: no se trata de comuni car, sino de i ncomuni car con la apariencia de informar e incluso de comunicar (y recordemos que comunión viene de com-unión, del moverse juntos de las lenguas indoeuropeas).
En ocasiones, la violencia contra la lengua es tal, que podríamos hablar incluso de burbuja gramatical y crisis gramatical. Por ejemplo, en el lenguaje de numerosos políticos e informadores, rebosante de circunstancialismos, adverbios de modo, frases
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hechas, estereotipias, aceleración innecesaria, eliminación de pautas, pausas y marcaciones, sujeción a tiempos y cadencias impuestas siempre desde fuera... Un lenguaje desprovisto, por tanto, de la prosódica de la emoción experienciada y que trata tan solo de aportar mayores flujos a la lengua de las emociones líquidas y a la seudoinformación... No es un lenguaje para matrimoniar la palabra con el mundo, la mente con la realidad, sino, demasiado a menudo, lo que busca es exactamente lo contrario: dejarnos ver tan solo las paredes de la burbuja psicosocial, ilusionarnos con sus destellantes espejismos, lograr que aceptemos la hictopía como única posibilidad...
1. Una muestra de cómo el ingenio popular autocrítico es una de las pocas formas de «perforar la burbuja» la proporcionan los numerosos chascarrillos que, sobre la misma, han corrido por las redes sociales durante estos últimos años. Por ejemplo, durante 2014 circuló por la web un chiste del habitual humor español, rebosante de socarronería y de un cierto masoquismo, que resumía magníficamente este situación: «Después de morir, se encuentran Rajoy, Merkel y la reina de Inglaterra en el infierno... Merkel le pide al diablo permiso para hacer una llamada a Alemania, con el fin de saber cómo estaba el país después de su partida. El diablo le concede la llamada y Merkel habla durante dos minutos. Al colgar, el diablo le dice que el coste de la llamada son tres millones de euros. Merkel los paga. Al saberlo, la reina de Inglaterra quiere hacer lo mismo y llama a Inglaterra durante cinco minutos. El diablo le pasa una cuenta de diez millones de libras. Rajoy también siente ganas de llamar a España para ver cómo está el país. Habla por teléfono durante tres horas y, cuando cuelga, el diablo le dice que le debe veinticinco céntimos de euro. Mariano se queda atónito, pues había visto el coste de las llamadas de los demás, así que le pregunta por qué era tan barato llamar a España...
Con toda su cachaza, el diablo le responde:
—Mira, barbas: con la cantidad de parados que tenéis, las huelgas, los recortes en los hospitales públicos, los problemas educativos, la prima de riesgo, la trama Gürtel, la Pallerols, la Pokemon, la Púnica, la inmigración, la falta de justicia, la impunidad y la corrupción política, los ERE y las estafas en los cursos para parados, la inseguridad ciudadana, el desgobierno, Fabra, Camps y la familia Pujol, el independentismo de Catalunya y Euskadi, espías, contraespías y seudoespías campando libremente, las manipulaciones, las mentiras, los incendios de los parques naturales, la Bolsa, Bankia, los chascarrillos y los desplantes de Esperanza Aguirre, Aznar desde la FAES, vicepresidentes y ministros de interior en el trullo, los problemas de la vivienda y los desahucios, los suicidios, la oposición antisistema y la de calzones caídos, las aventuras del Rey, su hija y el listo de Urdangarín, los republicanos, los independentistas, los mineros, el aeropuerto fantasma de Castellón, la Pantoja, Telecinco y su p. madre... ESPAÑA ES UN INFIERNO... ¡Y de infierno a infierno la llamada es LOCAL!».
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4. La relación intrusiva y la organización relacional perversa
Como otros muchos escritores y medios de comunicación, hasta ahora he utilizado y citado en varias ocasiones frases y sentencias que incluían el morfema perversión. Hace años que me resulta llamativo y revelador observar que los términos perverso y perversión han dejado de ser elementos de la psicología y la psicopatología, salvo para algunas perspectivas psicoanalíticas, y, sin embargo, se usen profusamente en la vida social, en la sociología, en la economía, en las «ciencias» políticas... Así, se habla de la «perversión» de los valores, de la ética, de los fines, de los objetivos, de los sistemas informáticos, de los sistemas sociales, de los valores democráticos, de las organizaciones parlamentarias, de las elecciones, de la propaganda, de la arquitectura o la planificación regional, de los poderes electorales... Es evidente que esos términos significan algo... Salvo para muchos psiquiatras, psicólogos y otros profesionales de la asistencia, a pesar de que uno de los primeros estudios a fondo del tema fuera realizado ya por Sigmund Freud, entre 1905 y 1940.
Y claro que significan algo. Quisiera recordarles aquí mi definición de los mismos y una aclaración: la relación intrusiva o la forma de relación intrusiva es un modelo relacional, interno y externo, en las relaciones sociales y en las relaciones mentales que, en su forma básica, existe en todos nosotros. Es un modo biopsicológico, como diría el Erikson antropólogo (1963). Consiste en insuflar, en la realidad o en la fantasía, nuestras emociones, afectos y deseos en los demás. Una forma de comunicar y una forma de modificar los comportamientos de los demás cuando poseemos esas capacidades mentales y neuropsicomotrices para hacerlo. Pero, en su forma fuerte, desarrollada, dura, a la que sigo llamando la organización relacional perversa, es una organización de la relación de las más inamovibles que existen: la organización relacional que se define por estar orientada hacia la entrada y el dominio en las mentes y/o los cuerpos de los otros, para el beneficio del intruso, sin contar con la aquiescencia, al menos inicial, del invadido, y con objetivos de placer, poder, equilibrio o sedación.
Resulta espeluznante comprobar que la taxonimización biologista de la psicopatología ha llevado a situaciones tan paradójicas como algunas de las que vamos a describir en los tres capítulos que siguen. Situaciones, por ejemplo, en las que pueden dedicarse grandes esfuerzos « técnicos» para dirimir si padecen o no una « enfermedad mental» determinados individuos que se sienten perseguidos por el FBI, la CIA, el Mossad o los terroristas, o algún otro que cree que las almas migran entre los cuerpos, o el que se siente irremediablemente condenado por algún dios, tras algún pecado, blasfemia o
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acción nefanda. En efecto, en ocasiones se dedican ímprobos y carísimos esfuerzos para diagnosticar el «trastorno mental» subyacente en tales sujetos (o la ausencia de este), mientras que las personas que atentan directamente contra el bien humano supremo, la vida, puedan quedar excluidas de la consideración de psicopatología.
Se trata de una compleja diatriba sociológica, jurídica, ideológica y epistemológica que bien merecería un estudio interdisciplinario por parte de especialistas de esos campos del saber. Pero en psicopatología y ciencias de la salud hoy ya sabemos bastante del tema. En resumen, en la medida en que la psiquiatría necesitaba santificarse como «ciencia biológica», ha tenido que importar modelos y premisas propios de la biología y ha pervertido la psico(pato)logía (una disciplina psicológica, no lo olvidemos) en un apéndice desnortado de la biología. Para ello no le ha quedado más remedio que convertirla en una especie de taxonomía de las conductas, una empobrecida y unidimensional taxonomía de las conductas, demasiado depauperada como para que sea de verdadera utilidad social. P orque, en su afán empirista extremo, necesitaba estar li bre de valores y especulaciones..., con lo que los criterios definidores entre «normal» y «patológico» o «norma» y «anomalía» han sido expulsados de su seno.
Solo así se explica esa aberrante situación en la cual las personas que pueden cometer crímenes en serie, o crímenes de masas, superhombres tales como Hitler, Himmler, Eichmann, Franco, Pinochet, Stalin, Johnson y otros egregios personajes, no puedan ser calificados como patológicos o anómalamente desviados, sino como personalidades normales (?). Estamos hablando de personajes que, para beneficio propio, lograron entrar en la mente y en los cuerpos de millones de personas con resultados de múltiples muertes, de millones de muertes aplaudidas por millones de personas...
Si no hay un criterio definido de patología, no puede haber psicopatología. Y ¿qué más claro criterio que la vida humana y la defensa de la vida? En ese sentido, todos los humanos que, para algún tipo de beneficio propio, puedan usar la muerte o la amenaza de muerte para lograrlo son los más patológicos de los seres humanos. Infinitamente más que el sufrido paciente con psicosis que lucha años y años con su delirio mesiánico, de persecución o incluso de compulsión agresiva... La distancia entre uno y otro es sideral..., pero una supuesta psicopatología, supuestamente libre de valores, ha tirado por el camino la cesta y el niño, y en este caso, «el niño» no es ni más ni menos que los principios éticos fundamentales, los principios que nos definen y nos sostienen como especie. Ello resulta mucho más grave en nuestros días, en los que el declive global de la violencia interhumana (Pinker, 2012) podría facilitar el que pudiéramos estar mucho más pendientes de los depredadores más crueles o encarnizados de la propia especie.
Medio siglo de predominio en psicología y psicopatología de un pensamiento amputador, como fue determinado conductismo universitario, ha dado lugar a una psicopatología basada en el no pensamiento, en el pensamiento unidimensional de «un síntoma-una enfermedad-un medicamento». Máxime porque su reduccionismo ha sido utilizado luego por diversos intereses espurios, y entre ellos los intereses comerciales de Big Pharma (las empresas farmacológicas cuando anteponen el beneficio privado inmediato a los intereses de la especie). Así, casi a cada síntoma le corresponde una
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«enfermedad». De ahí la auténtica estulticia teórica de la «comorbilidad psiquiátrica» que oímos continuamente en nuestros medios... Sin embargo, como es sabido, hay perspectivas psicoanalíticas, cognitivo-conductuales y otras que se han negado, que nos hemos negado a dejarnos dominar por esas simplificaciones, despectivas de la esencia de la psicopatología. Y es que, para nosotros, lo que llamamos «psicopatología», a la postre, no son sino formas desadaptativas de organizar las relaciones sujeto-otros, conjuntos que se expresan fundamentalmente en las relaciones interhumanas e intrahumanas (mentales y cerebro-viscerales). De ahí los dos principios básicos de una psicopatología relacional: que se expresa en la relación y ha de estudiarse en la relación.
L a p e r v e r s i ó n c o m o f o r m a e s p e c í f ic a o e s t r u c t u r a c o n c e p t u a l n o c a b e e n la psicopatología dominante. Entre otras razones, porque esta es totalmente coherente, congruente con la organización social que sustenta sus clasificaciones. Esa psicopatología dominante, en buena medida, es una disciplina directamente emanada de las necesidades económicas e ideológicas de la casta dominante, cuyo poder global actual se basa en la «psicopolítica emocional» y en perversos sistemas de corrupción de las democracias «avanzadas»... En el ámbito de la psicopatología se trata de mantener una determinada visión marginadora del trastorno mental y, sobre todo, de hacer pingües negocios farmacológicos y sanitarios.
En consecuencia, ¿cómo un sistema ideológico tan chato, unidimensional, iba a poder admitir la perversión como una categoría psicopatológica que hay que tratar, es decir, modificar? Sobre todo, porque puede ejemplificarse bien directamente en bastantes de sus máximos dirigentes y servidores, muchos de ellos mentirosos profesionales. Se ha llegado a formar así toda una élite dominante, y una casta política y de manejo de la información que se halla a su servicio, que utiliza la perversión como forma de relación dominante con sus súbditos (que no con-ciudadanos). Tal vez la importancia que la perversión ha adquirido en nuestro medio social es lo que explica que, al mismo tiempo, haya sido barrida de gran parte de los modelos psicopatológicos actuales..., precisamente cuando no hay duda de que la perversión es una de las formas más graves de alterar el desarrollo individual, social y, por supuesto, psicológico (Varese et al., 2012; Dargenfield, 2012).
P ara contextualizar el tema, recordemos que incluso la Wikipedia define la «perversión, del latín pervertee ̆re (volcar, invertir o dar vuelta)», como
un término que históricamente fue utilizado por la psiquiatría clínica clásica, por la psicopatología y por los pioneros de la sexología para designar un comportamiento o un conjunto de prácticas sexuales que no se ajustaban a lo socialmente establecido como sexualidad normal en la época. Manifestaciones muy diversas de la sexualidad humana fueron englobadas por la psiquiatría del siglo XIX bajo este concepto: entre otras, el fetichismo, la homosexualidad, la pedofilia, el exhibicionismo, el sadomasoquismo, el voyeurismo y muchas otras perversiones, algunas de las cuales han sido agrupadas por la psiquiatría actual bajo el concepto de parafilias, mientras
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que otras, como la homosexualidad, han dejado de ser consideradas como trastorno o patología.
Entiendo que, en el momento social y psicosocial actual, es de suma importancia desarrollar el estudio de la perversión y su etiología, sus causas o sus factores de riesgo, pero en una orientación bien diferente: centrándonos en especial en cómo las emociones y las relaciones fundamentales o primigenias pueden dar lugar a esa organización relacional. Para entenderla, creo que hay que partir de otro modelo de psicopatología. Un modelo, del cual ya he hablado en diversos libros y trabajos (cf., por ejemplo, Tizón, 2007, 2011, 2013, 2014), que parte de la premisa básica que acabo de mencionar: que los diversos cuadros psicopatológicos, tal como hoy son definidos por cualquier psicopatología, se muestran y estudian en la relación, en la interacción. Una persona «está loca», o es «neurótica», «obsesiva» o «fóbica», por lo que hace y dice a otras personas, delante de otras personas o ante sí misma. Lo que está alterado en todas las personas con «cuadros psiquiátricos», con psicología patológica, es su relación con las demás personas, con algunas de entre ellas, y con ellos mismos. Por eso decimos que toda psicopatología se manifiesta en la relación, en las relaciones (internas o externas).
La perspectiva de la «psicopatología basada en la relación», de origen psicoanalítico, es una perspectiva con numerosos puntos de contacto con la psicopatología cognitivo- conductual y fenomenológica tipo Millon, Davis y Ellis (1994, 1998, 2006), o con la psicopatología psicoanalítica desarrollada, por ejemplo, por Liberman (1976), McKinnon y Michaels (1992) o Horowitz (1991, 2004). Pero actualmente convergen en ella numerosos enfoques contemporáneos de la psicopatología y las terapias psicosociales. Por ejemplo, diversas perspectivas de la «cognición social» (Garety et al., 2001; Freeman y Garety 2014; Ames et al., 2013; Combs et al., 2013), las actualizaciones de diversos modelos y terapias de base empírica, como, por ejemplo, la Terapia Racional Emotiva (David et al., 2009), varias de las cuales han desarrollado modelos y enfoques terapéuticos basados en la realidad virtual (David et al., 2013).
Creo que hoy poseemos suficiente conocimiento acumulado desde el vértice psicoanalítico y psicológico en general como para poder hablar de diversos patrones, estructuras u organizaciones de la relación. Por ejemplo, de los modelos o formas de relaci ón dramati zadora, evi tati va, raci onali zadora, emoci onali zada, i ntrusi va, evacuativa, perseguida y «emocionalmente inestable». También, de las organizaciones hi stéri ca, fóbi co-evi tati va, obsesi vo-controladora, melancóli co-maníaca, perversa, adi cta, i nconti nente, paranoi de, si mbi óti co-adhesi va y « emocionalmente desequilibrada» o límite, más emparentadas con la psicopatología.
Los modelos o formas de relación son sistemas de interacción entre los seres humanos puestos en marcha inicialmente por las emociones y los sentimientos, asentados en la genética y la neurobiología y modulados a través de las relaciones significativas de todos nosotros, en particular en nuestros primeros años de vida, en nuestra crianza. Algunos psicopatólogos escogen esos tipos que acabamos de enunciar u otros similares por su base biopsicológica, ya descrita por Erikson (1963), por la tradición
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psicopatológica, o porque coinciden con la hipertrofia de determinados rasgos dominantes en los diversos tipos de personalidad, patológica o no (Millon, 1994; Freixas, 1997; McKinnon y Michels, 1992; Livesly, 2001). Cuantos más repertorios o modelos puedan ser activados posteriormente en situaciones diversas por el individuo, mayor es la libertad personal con respecto a la historia pasada y las situaciones presentes, más compleja y desarrollada es la trama de su identidad. Con el añadido de que, como diría Bodei (2014: 77), «cuanto más imprevisible se vuelve el mundo, tanto más relevancia adquiere la labor individual de identificar y fijar el perno sobre el que se hace girar la propia identidad».
En ese sentido, las que prefiero llamar organi zaci ones psi copatológi cas de la relaci ón son formas de organizar nuestras conductas, nuestra mente y nuestras relaciones interpersonales para evitar el sufrimiento y, sobre todo, el sufrimiento producido por las emociones desagradables, pero de forma tan repetitiva, tan exageradamente rígida que resultan claramente desadaptativas. Aunque existen diversas clasificaciones y designaciones de este modelo y, sobre todo, de los diversos modos y organizaciones de la relación, esta es una de las formas de psicopatología, hoy en pugna con las clasificaciones taxonomistas habituales, teorías y clasificaciones sobre las que aquí no puedo extenderme.
Eso significa, desde luego, entender por conducta o representación mental anómala (el ítem básico de la psicopatología) aquella que dificulta gravemente el desarrollo individual y social solidario; y que lo dificulta precisamente a través de un aumento del sufrimiento relacional (Tizón, 2011, 2012, 2013). En ese sentido, desde mi perspectiva actual, la psicopatología, más que conformada por catálogos de conductas, síntomas, signos, síndromes y supuestas «enfermedades», la entiendo como la organización de conductas y representaciones mentales, gestadas en la relación, que dificultan gravemente el desarrollo individual y/o social.
No creo que sea necesario, hoy y aquí, profundizar en estos aspectos para que se comprenda tal perspectiva, que repercute seriamente sobre qué podemos considerar hoy «psicopatología». Como ya he dicho, implica una vinculación con la ética y los principios éticos fundamentales como límite y fuente de la definición de psicopatología: los principios de beneficencia, no maleficencia, justicia o equidad, autonomía y libertad, solidaridad... Pero ¿tenemos hoy otros límites teóricos o premisas mejores que proponer, que no sean fantasías de taxonomía de la conducta o fantasías maquinizadas y torpes sobre el cerebro y sus alteraciones?1
Ese enfoque de la psicopatología, entre otras cosas, nos permite (y nos obliga) a afrontar teórica y técnicamente el hecho de que personas que manipulan a los demás para producirles daños físicos, espirituales o mentales, en algunos casos a millones de personas, hoy a menudo sean consideradas «mentalmente normales» y carentes de cualquier trastorno relacional (?).
Como ya mencionamos, dentro de la psico(pato)logía basada en la relación, la relación intrusiva es la dominada por la necesidad de entrar en las mentes –y tal vez en los cuerpos– de los otros para obtener control, satisfacción, descarga, sedación o equilibrio propio. Es un modelo o esquema reaccional que madura durante la epigénesis y
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resulta bien visible en los niños a partir de los 3 hasta los 8 años con sus reiterados e hipermotivados esfuerzos por entrar en la relación de sus padres, tutores, compañeros, alterarla a su favor, manifestar su poder mediante sus formas de quejarse, demandar, llorar, seducir, subyugar, atraer... Que se manifiesta de forma física en la utilización del cuerpo para entrar en la mente del otro con poder, mediante un uso modulado de la ira, por ejemplo, mediante el juego destructivo del chorro de orina, por cierto, un juego posible en ambos sexos; pero, sobre todo, mediante las capacidades de usar los puños, las manos, las uñas, la mirada, la actitud corporal o las posturas como medios de utilización de la ira para infundir miedo y obtener placer... Toda una forma de relación que se pone en marcha, se desarrolla y se modula cuando los sistemas neuromusculares y psicosociales que la sustentan han madurado suficientemente, es decir, ya desde los 4 o 5 años.
Como en cualquier otra forma o modelo de relación (dramati zador, evi tati vo, raci onali zador, controlador, evacuati vo...), podremos pensar en anomalía, desadaptación, psicopatología, solo cuando su predominio es rígido, en demasiados momentos, en demasiadas situaciones, en demasiadas relaciones... En este caso, para esa necesidad dominante de entrar en las mentes y en los cuerpos de los otros, cuando esa necesidad organiza la globalidad de la conducta, para esa organización imperialista del resto de las conductas y las representaciones mentales, provisionalmente prefiero mantener el calificativo de perversa, a pesar de los matices semánticos moralistas que históricamente conlleva el término. Pero, en su forma más modulada, la relación i n t r u s i v a , s e t r a t a d e u n a f o r m a d e r e la c ió n a m e n u d o n e c e s a r ia e n la v id a , imprescindible en determinados momentos del desarrollo, como cuando el niño necesita e xp lo r a r a c t iv a m e n t e la m e n t e ( y lo s c u e r p o s ) d e lo s d e m á s . P o r t a n t o , e s u n a manifestación vital, una forma de relación necesaria para el desarrollo, para la mentalización, para la socialización, para la humanización. Las emociones básicas o primigenias se manifiestan muy activamente en ella: por supuesto, placer y búsqueda (o amor y deseo), pero también miedo e ira, que es lo que facilita sus aspectos intrusivos (Williams, 1998). Y el placer es bien visible cuando triunfa la intrusión, tanto en sus formas más benignas, adaptativas, como en sus formas más dominadas por la ira y, por tanto, por el odio y la envidia: cuando domina «el reverso tenebroso de la fuerza», según su acertada y plena de simbología designación en la saga La guerra de las galaxias, de Lucas (1977).
El sufrimiento excesivo, el miedo excesivo, el exceso de frustraciones y privaciones durante el desarrollo refuerzan la dominancia de los circuitos del miedo y la ira en esa o r ga n iz a c ió n . P o r e s o s e c o n v ie r t e e n u n a o r ga n iz a c ió n r í gid a , d a ñ in a y a d ic t iv a (Williams, A., 1998; Read, 2004; Williams, P., 2014). Es difícil encontrar otro término para designarla, aunque el componente valorativo y ético del morfema desborda y s o b r e s a t u r a e l t é r m in o d e p e r v e r s ió n y r e la c ió n p e r v e r s a . P o r e s o , a l m e n o s provisionalmente, prefiero seguir denominando así a esta organización relacional. También como una forma de visibilizar el límite ético de la psicopatología y, por tanto, la proximidad con la corrupción de la ética que sustenta esta tal organización. Hablaremos,
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pues, en esta psicopatología relacional, de una organización relacional perversa. A su cristalización socio-antropológica tal vez la podamos seguir designando, según la propuesta de Meltzer, como perversidad: consistiría en el triunfo sobre la personalidad global de lo que podríamos simbolizar como «el reverso tenebroso disociado», o, si se desea, con el término más cultural y poético de «el Mal» (Neiman, 2012; Niemöller, 2012).
Desde mi punto de vista, la matriz básica de la organización perversa de la relación está compuesta por doce fenómenos psicológicos fundamentales:
1. El sadomasoquismo
2. La relación fetichizada
3. La intrusión. Su objetivo es la mente/cuerpo del otro sin contar con su voluntad o
aquiescencia.
4. Una forma diferenciada de obtener el placer: el placer, la fruición o la experiencia de
seguridad vienen proporcionados por la penetración misma (placer sadomasoquista) más que por sus aditamentos (con más o menos desnudez, por delante o por detrás, con látigos, cueros, maltratos o sin ellos...).
5. Unos mecanismos elaborativos-defensivos particulares. Adquieren una gran importancia mental y en la relación la racionalización, la disociación, la negación (consciente) y la denegación (inconsciente) de los motivos, las actuaciones y las consecuencias de la actividad de tal organización.
6. Ideologización interna. Esas defensas tienden a crear una especie de ideología interna o ideología para el consumo interno: el Yo se pone al servicio de un Superyó corrupto, de la corrupción moral («Mal, sé tú mi bien») (Meltzer, 1974, 1978; Steiner, 1981, 1985).
7. Ideologización externa. Casi siempre, al menos si socialmente hay lugar, esta organización personal tiene una fuerte tendencia hacia la ideologización, hacia la creación de ideologías. Por ende, sus ideologías o sistemas de racionalizaciones, como toda ideología, tienden a su completamiento y difusión. Por ello, la perversión a menudo incluye la tendencia a la construcción y desarrollo de ideologías y sistemas sociales pervertidos o corruptos, o bien a su inclusión en ellos. La continuada cantilena interna y externa de la racionalización, la disociación, la negación y la denegación de los motivos, las actuaciones y las consecuencias de la organización perversa acaba por estructurar auténticas ideologías corruptas y corrompedoras.
8. Narcisismo. Esa organización se estructura como una forma de sostener la preeminencia de importantes núcleos narcisistas en la personalidad. Con Pere Bofill (1994) habíamos llamado narcisismo a los componentes de la personalidad basados en fantasías de autosuficiencia, una defensa cognitivo-emocional, desadaptativa si es extrema, ante el predominio del dolor, el miedo, el asco y la ira en la formación de la personalidad. En la organización perversa, sin embargo, el narcisismo es de un tipo particular: con preponderancia de lo destructivo y con tendencia a la corrupción tanto intrapersonal como interpersonal. Kernberg (2007) habla en estos casos de narcisismo
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maligno, pero centrándome en la relación perversa yo preferiría hablar de un narcisismo corrupto, corruptor y destructivo.
9. Des-confianza y des-esperanza. Lo que pone en marcha esa organización perversa, tanto en la infancia como luego, en cualquier momento de la vida, es la des-confianza (no hay nadie seguro) y la des-esperanza (nada ni nadie me ayudará). La base para la organización perversa es la preponderancia en el desarrollo de los momentos vitales en los que el pensamiento tiende a estar dominado por la cognición negativa y desconfiada de uno mismo y del otro, es decir, por el miedo, emoción básica.
10. Envidia. Las soluciones frente al sufrimiento primigenio organizadas en la relación perversa no son las únicas. Por eso, cuando predomina la organización perversa de la relación, la bondad, la gratitud, la capacidad de reparar, los aspectos amorosos o creativos del otro son insoportables: deben ser desvalorizados, atacados, difamados, destruidos, borrados de la faz de la tierra precisamente porque se valoran...
11. Defensas maníacas. Son una de las manifestaciones más visibles en las relaciones externas de la actividad perversa, aunque también funcionan en las relaciones intrapsíquicas cuando nos hallamos dominados por tal tipo de organización. La organización perversa asegura el narcisismo con la negación del valor o la autonomía del otro, un tipo de reacción defensiva en las relaciones a la cual, desde Melanie Klein (1940, 1946 y 1947), hemos llamado defensas maníacas: el control, el triunfo y el desprecio sobre el otro, técnica relacional de la que ya hemos hablado y de la que volveremos a hablar en repetidas ocasiones.
12. Adictividad. Una vez estabilizada y llevada a la acción en las relaciones, la organización relacional perversa resulta enormemente adictiva. Cuando tiene ocasión de utilizarse una y otra vez, y con cierto éxito, neurológica, psicológica y socialmente posee una gran capacidad de refuerzo, por lo que tiende a ser usada de forma casi irremediable.
Veamos un poco más de cerca alguno de los fenómenos anteriores menos explicitados hasta ahora. Para empezar, decíamos que el predominio personal de la organización perversa no puede persistir si la personalidad no se halla dominada por sus núcleos narcisistas, por los aspectos de la personalidad dominados por fantasías de autosuficiencia (Bofill y Tizón, 1994) y por defensas maníacas. En forma similar, para que se difunda a nivel social se necesita una amplia extensión del solipsismo social y de las defensas disociativas, denegadoras y maníacas de las que hemos hablado en varias ocasiones. Pero para que triunfe la organización perversa, tanto en un nivel como en otro de la realidad, es imprescindible la existencia de un superyó y unas normas morales y sociales corrompibles y corrompidas, un fenómeno sumamente facilitado por las características de nuestra soci edad líqui da, del amor líqui do y el miedo líqui do (Bauman, 2005, 2007; Tizón 2011), y la licuefacción emocional generalizada.
Por otro lado, como insisto a menudo en mis esquemas de psicopatología, no basta con decir que tal o cual organización psicopatológica está basada en el narcisismo. Hay que calificar más estrictamente ese narcisismo que, como poco, adoptará formas particulares en cada organización de la relación. En el caso de la organización perversa de la relación se trata de un narcisismo particular, con preponderancia del Odio, de lo
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destructivo (apoyado en la ira y el desprecio), de la corrupción del Superyó y el Yo mediante la autopropaganda. Con una capacidad corruptora que se apodera, no sin conflictos, del resto del self. Lo habíamos llamado el narcisismo corrupto, corruptor y destructivo. Si este triunfa en repetidas ocasiones, el resultado es la perversidad, es decir, el predominio de la perversión, disminuyendo el conflicto continuo en la personalidad entre la organización defensiva perversa y otros modelos relacionales (Meltzer, 1974, 1999). Como consecuencia, el tipo de elecciones (de objeto) que realizamos desde esa organización serán, pues, narcisistas y líquidas, parciales y fetichizadas (Lussier, 1982; López-Corvo, 1993; Long, 2008; Bell, 2014), con profunda intolerancia iracunda hacia el otro nutricio y creativo: la mujer, la procreación, la creatividad, la madre-tierra, la humanidad como objeto-total... De ahí que el perverso y la organización perversa de la relación se hallen tan visceralmente encontrados con la creatividad, máxima expresión de la alteridad, de la necesidad del otro, del fracaso del narcisismo...
Tal vez la importancia que la perversión ha adquirido en nuestro medio social es lo que explica que, al mismo tiempo, haya sido barrida de gran parte de los modelos psicopatológicos actuales..., precisamente cuando no hay duda de que la perversión es una de las formas más graves de alterar el desarrollo individual y social (Varese et al., 2012; Dargenfield, 2012). Posiblemente, la más dañina después de la psicosis, con la que guarda otra relación: en ocasiones la organización perversa se estructura como defensa y organización del temor (o la tendencia) a la desintegración psicótica.
Por otro lado, como acabamos de recordar, la quintaesencia de la perversión se manifiesta en el sadomasoquismo y el fetichismo. De ahí que en el ámbito social ha de ser una organización de la relación no solo mantenida mediante el poder desde arriba, sádicamente, sino también por la perversión masoquista, la otra cara indispensable del sadismo: la tendencia a conseguir la valoración, la supervivencia, la influencia, el poder, la sedación o el placer mediante la sumisión resentida, el masoquismo. Ambas facetas son inseparables, tanto a nivel interno como a nivel externo. Por eso sostengo que, sin un cierto dominio de la organización perversa, no sería posible ni la desublimación de la agresión ni la desimbolización del miedo (Puget, 2000).
A pesar del narcisismo defensivo, esa organización relacional implica importantes vulnerabilidades que, a menudo, son percibidas por el propio sujeto, tal como nos ilustra certeramente Nabokov en su Lolita. Pero logramos mantener en esos momentos nuestra integridad mediante el uso de fantasías omnipotentes de control del objeto interno y externo: Creemos que podemos controlarlo, dominarlo, penetrarlo, aunque para mantener esa creencia tengamos que forzar la realidad y al otro, o bien forzar nuestras capacidades cognitivas y nuestro pensamiento, reduciendo la complejidad y las capacidades de ese otro. Con la organización perversa de la relación, mediante comportamientos o mediante la vía interna de alterar nuestra representación mental del otro, de los otros, convertimos a ese otro en un otro parcializado, desmantelado, unisensorial (fetichizado); un otro en el cual insuflar nuestras emociones desagradables (miedo, ira, asco, tristeza...) con el fin de lograr para nosotros un placer, una sedación o un retorno al precario equilibrio
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anterior. De ahí la proximidad y la interpenetración entre perversión y fetichismo (López- Corvo, 1993; Long, 2008).
Por eso, para lograrlo, las organizaciones perversas tienen que alterar enormemente nuestras capacidades de captación, comprensión y grabación de la experiencia. Como señaló Freud y han recogido autores de orientación más antropológica como Nussbaum (2007), el aprendizaje de qué hacer con el asco es algo básico en todo proceso educativo. Existe una relación estrecha entre el asco-disgusto y la formación de la moral. Desde el rechazo por los sabores amargos ya intrauterino pasando por el rechazo de las propias heces con repugnancia, hasta el rechazo de actitudes, propias o ajenas, con asco o con vergüenza, hay todo un largo proceso de educación emocional. Si este se pervierte de forma importante, nos deja a merced de defensas muy primitivas (pues así de primitivas son las emociones en las que se asientan) o puede llevarnos a graves alteraciones en la comunicación interpersonal de tales emociones primitivas.
Por eso, el desarrollo de la organización perversa de la relación implica grandes esfuerzos, tanto emocionales como cognitivos, con el fin de autoconvencernos de que el abuso sobre el otro está justificado, es necesario, es bueno. De ahí que el pensamiento en esos momentos esté dominado por lo que Meltzer (1974) llamaba ideología, es decir, por toda una visión del mundo y de uno mismo desde la perspectiva de la racionalización de nuestras necesidades o deseos narcisistas y egocéntricos, y de la obligatoriedad de que el otro acepte nuestra intrusión. A menudo, para ello se necesitan grandes dosis de racionalización, intelectualización, escisión y disociación de la personalidad, defensas maníacas y otras defensas tales como la proyección y la identificación proyectiva masivas, sobre las que luego volveremos.
Mediante esa sabia combinación de ira e infusión de miedo para lograr el placer o la evitación del pánico o el asco, el sujeto dominado por la organización perversa de la relación puede conseguir la estabilización del self y un pensamiento estructurado a pesar de avatares relacionales desestabilizadores que ha sufrido. De ahí que su expresión totalitaria sobre la personalidad, su grado máximo, posea siempre características y manifestaciones de propaganda, de racionalización, de ideología... Para el perverso, sería su ideología («Mal, sé tú mi bien»), más en la noción napoleónica de ideología que en el sentido de Destutt de Tracy (una «ciencia de las ideas»).
José de R. era un aristócrata con larga historia de prácticas de pederastia. Acabó consultando a varios profesionales, entre ellos a un psicoanalista, pero no por las prácticas perversas, que podía llevar a cabo y ocultar gracias a su posición social, sino por un importante cuadro de cefaleas y trastornos intestinales psicosomáticos. Empero, se defendía y defendía su adicción y su control omnipotente del otro, en este caso del profesional, cuando podía hacer, con un evidente gesto de delectación, afirmaciones tales como «Si usted no ha probado lo que es eso, el placer superior que supone eso (las prácticas sexuales con niños), no sabe aún lo que es la sexualidad».
José de R., en consecuencia, acudía al tratamiento no para cambiar sus tendencias perversas, en este caso actuadas en repetidas ocasiones y, por lo tanto, a
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las que era profundamente adicto. Consultaba con el objetivo de disminuir el sufrimiento ocasionado por sus trastornos somáticos, probablemente secundarios a las intensísimas emociones con las cuales preparaba sus labores de observación voyeuri sta, caza, seducci ón, acti vi dades sexuales, ocultami ento, compra-venta de voluntades y personas para que tales prácticas no salieran a la luz, etcétera. «Usted tráteme estas cosas, estas molestias, pero no se meta en nada más», venía a decir.
José de R. sabía-sentía perfectamente el daño y el sufrimiento que sus actuaciones perversas producían en los niños y los adolescentes utilizados para actuar su pedofilia en pederastia,2 algo que hoy la psicopatología del desarrollo ha demostrado de forma indudable (Read, 2004; Varese et al. 2012; Dargenfield, 2012). Pero, al mismo tiempo, no podía dominar esa tendencia relacional, marcada de forma predominante en su psicología, su personalidad... y su sistema nervioso.
La naturaleza es sabia y la solidaridad interhumana es una de las características básicas de la constitución de nuestra especie. Por ello, es casi imposible que ir en contra de características naturales básicas en la especie y en cada uno de nosotros no conlleve ningún tipo de sevicia. En realidad, la tensión emocional que estas tendencias, cuando son marcadas, desencadenan suele llevar a la aparición de síntomas somáticos, hipocondría, delirios somáticos, ansiedades somatizadas, es decir, a otras manifestaciones psicopatológicas o corporales... Pero en la base se halla un intento omnipotente de negación de la dependencia mediante la tendencia a la manipulación. Aunque, eso sí, un intento omnipotente casi siempre mucho más alterado, confuso, parcial y abigarrado de lo que muestran las novelas y las películas actuales sobre el tema.
Cuando Sigmund Freud comenzó sus estudios sobre la perversión, tuvo que ir cambiando de enfoque según iba conociéndola y conceptualizándola. Así, en Tres ensayos sobre una teoría sexual (1905), adoptó una óptica fenomenológica ambigua, mezclada con la ética dominante, entre otras muchas razones porque aún no había desarrollado una teoría estructural de la psique que pudiera permitirle otro tipo de explicaciones. Pero, cuando desarrolló su teoría y pudo profundizar en los núcleos adictivos, perversos y psicóticos de otros pacientes, nos proporcionó una perspectiva posiblemente aún no superada de la relación perversa y de lo que yo he llamado relación intrusiva. Por ejemplo, con sus escritos sobre Leonardo (1910), en sus descripciones del caso del «hombre de los lobos» (1918), en «Pegan a un niño» (1919), «El problema económico del masoquismo» (1924) y «Fetichismo» (1927), en su Esquema del psicoanálisis (1940)... Algo que muy recientemente ha sido ilustrado con descripciones en primera persona por Paul Williams en su El quinto principio (2014), perfectamente coherente con perspectivas más técnicas de cómo se desarrolla en las relaciones primarias de los niños pequeños la vulnerabilidad hacia las psicosis y hacia los trastornos mentales más graves (cf., por ejemplo, Tizón, 2013, 2014).
Freud nos propuso una delimitación conceptual entre la psicosexualidad polimorfa y la psicosexualidad perversa, hoy sumamente discutida y que, por ello, no vamos a utilizar aquí. También, porque la psicopatología basada en la relación y en las emociones
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primigenias obliga a replantearse esos términos y ese enfoque. Lo que parece que permanece vivo de tal diferenciación es que la sexualidad perversa se halla mucho más dominada por la envidia, las defensas maníacas, el ataque a los vínculos y a la creatividad y, por lo tanto, a la generatividad. Su objetivo es disminuir el miedo, el miedo al otro, el miedo a la propia incapacidad o a la posible disgregación, así como la tristeza, la culpa, la gratitud, la necesidad de reparar... Esas son las motivaciones últimas para convertir al otro, al objeto de las emociones, en algo predecible y controlable, en último extremo, en un juguete fetichista. Y ese horizonte se alcanza mediante la actividad organizada para desmantelarlo, desintegrarlo y dejarlo desprovisto de autonomía, constituido tan solo en fuente de sensorialidad parcializada, bien en la realidad, bien en la fantasía.
Uso aquí la palabra fetiche en un sentido no solo psicológico, sino también tradicional. El término, al parecer, proviene del morfema portugués feitiço, que significa hechizo. En el Diccionario de la RAE se define fetiche como un objeto material, de culto supersticioso en algunos pueblos, que es venerado como un ídolo, y, asimismo, cualquier objeto que se cree que trae suerte. Freud usó esa idea bifronte del fetiche para describir lo que hoy llamaríamos una forma de parafilia, donde el objeto de la pulsión o el afecto es un objeto o una parte del cuerpo de una persona y no el otro completo, integrado y autónomo. El fetichismo sería una parafilia de la misma forma que lo son el voyeurismo, el exhibicionismo, el sadismo y el masoquismo sexual extremos o no consentidos como juego en la relación: todos ellos implican convertir al otro en su sombra parcializada, solo sensorial o incluso monosensorial (Tizón, 1997), como todo fetichismo. Una tentación que, por cierto, también se halla magníficamente descrita en la Lolita de Nabokov (1955) desde sus primeras líneas: «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta».
P ara el psicoanálisis contemporáneo, la « patología perversa» incluye un amplio espectro de conductas, relaciones y organizaciones mentales que van desde las defensas intrusivas marcadas y, en ocasiones, perversas (es decir, gravemente intrusivas) que todos usamos en algún momento de la vida, hasta las perversiones sexuales estrictas(parafilias), así como una serie de trastornos de carácter (personalidades patológicas) que pueden o no ir acompañadas de perversión sexual. La evidencia clínica de que las relaciones perversas pueden no ir acompañadas de las típicas perversiones sexuales- parafilias hace que en pocos aspectos de la psicopatología psicoanalítica esté más claro que en las perversiones el principio básico de que la psicopatología es una forma de relaci ón.
La organización perversa de la relación es el conjunto relacional dominante, como hemos dicho, en la perversidad masoquista (la perversión masoquista actuada como forma de vida o relación dominante), y en el trastorno sadomasoquista de la relación. Además, como acabamos de ver, otro fenómeno casi siempre presente dentro de esa o r ga n iz a c ió n r e la c io n a l e s e l f e t i c h i s m o , q u e a v e c e s s ir v e d e o r ga n iz a c ió n ( o preorganización) del mundo interno perverso. No es el objeto, sino la sombra del objeto
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lo que domina el mundo interno y se convierte en el objeto de deseo: para que el objeto –mujer u hombre creativo y autónomo– no aplaste al Yo, me relaciono solo con la sombra del mismo: el fetiche. En Lolita, las nínfulas. En el fondo, como en cualquier organización perversa, subyace el temor al abandono completo, a la separatividad, cuya sola intuición pone en marcha todo tipo de emociones catastróficas de las que hay que defenderse.
Esta forma de relación es, pues, una respuesta parcialmente aprendida, introyectada en miles o millones de experiencias durante el desarrollo epigenético cuando ha predominado el miedo, el asco, la ira y, en general, el sufrimiento mental. Sobre todo cuando en las personas que cuidaron al sujeto en el desarrollo, y, más tarde, en el propio sujeto, predomina la tendencia al abandono (emocional) y los núcleos narcisistas y omnipotentes. Eso es lo que puede dar lugar incluso a vías y circuitos neurobiológicos desviados de la búsqueda de placer y sedación. Si sentimos enormes presiones del miedo, la ira, el asco, la vergüenza o la tristeza, una vía de sobrevivir al impacto es la defensa intrusiva radical, que tiende a resolver el conflicto mediante la tendencia inmediata a meterse en el otro.
Como he intentado apuntar, los factores de riesgo fundamentales para que las capacidades intrusivas que todo niño desarrolla se hipermotiven como relación perversa son la negligencia para con el niño (dejarle abandonado a sus emociones terebrantes, a necesidades continuamente insatisfechas), o la crianza en climas con exceso de emociones displacentaras, con excesos de miedo, asco y disgusto, ira, vergüenza... También, aunque menos frecuentemente, la perversión y la corrupción morales actuadas sobre el niño directamente. El resultado de cualquiera de esas tres vías hace que el sujeto tienda a desarrollarse tolerando poco las frustraciones y la espera, y que, subsecuentemente, tienda a hipertrofiar sus capacidades de entrar en los otros urgentemente para disminuir el propio sufrimiento. Como puede observarse reflexionando sobre esas situaciones, esos son también los contextos de las actividades corruptoras, tanto sociales como individuales.
Más adelante, cuando se llega a organizar la estructura perversa de la relación, el sujeto sigue anhelando el cariño de los otros, nunca hay que olvidarlo, pero únicamente en las vías fetichizadas previamente escogidas y controladas por él. Por eso intenta convencer y/o corromper al terapeuta, de quien desconfía profundamente y, si no lo logra, tiende a separarse mediante el desprecio y la ruptura violenta (Nabokov, 1955; Nos, 2014; Kernberg, 2014).
El problema adicional, en el que no entraremos más que superficialmente aquí, es que a nivel psicológico, psicosocial (y neurológico), toda adi cci ón grave i mpli ca una perversión y toda perversión actuada acaba suponiendo una adicción a ese tipo de satisfacciones o conductas compensatorias. Pero veamos, al menos tangencialmente, esa tendencia a la adicción, al tiempo que ilustramos otros muchos elementos de la relación intrusiva y la organización relacional perversa con ejemplos al alcance de cualquier lector.
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En pocos casos la literatura y la historia han podido transmitirnos una imagen más clara y conmovedora del conflicto interno del pedófilo, del sujeto con predominancia de la organización perversa de la relación pero aún no estabilizado como pederasta perverso, como en el caso del reverendo Dodgson. El reverendo Dodgson, entre sus 20 y sus sesenta y pico años, recorría Oxford y otras ciudades del sur de Inglaterra con una maletita de juguetes y trucos para seducir a las niñas. Su segundo tipo de arma era toda una serie de insistentes cartas, buen ejemplo de la relación intrusiva, dirigidas a los padres de esas niñas, para que lo autorizaran a fotografiar a sus hijas «con la menos ropa posible, mejor en bañador y si era en bañador por qué no mejor sin él».
A modo de ilustración de en qué consiste la relación intrusiva y la tentación continua de ser englobada por la relación perversa, creo que puede ser útil incluir aquí fragmentos de algunas de los miles de cartas escritas por el reverendo Dodgson en la segunda mitad del siglo XIX.
A la señora Mayhew, madre de tres hijas, le escribía el 26 de mayo de 1879 (el reverendo contaba a la sazón 47 años):
Si el sábado por la tarde les va bien, me encantará tener a Janet lo antes posible, a partir de las dos. Si usted no puede venir, Ruth y Ethel pueden traerla o, si hay otros lugares a los que usted desea ir y quiere dejarla durante una hora o dos, estaré encantado de hacerme cargo de ella. Pero en cualquiera de los dos casos, me gustaría saber exactamente cuál es el mínimo atuendo con el que puedo fotografiarla y respetaré los límites. Espero que, por lo menos, podamos llegar hasta un traje de baño, aunque por mi parte preferiría hacerlo sin él y me sentiría muy feliz si me dijera que puedo sacarla «de cualquier modo que a ella le guste».
[...] Así que mi humilde petición es que traiga a las tres niñas y que me permita intentar hacer algunas fotografías de grupo de Ethel y Yanet (¡Me temo que no sirve de nada mencionar también a Ruth dada su edad, aunque yo no tendría ningún inconveniente!) sin ninguna ropa o rastro de ella.
Su epistolario, a pesar de la destrucción casi sistemática realizada por sus familiares, incluye numerosas cartas similares, escritas a varias niñas y familias. Pero también cartas del tipo de la escrita a Mabel Scott (29 de marzo de 1894), en la que muestra sus capacidades intelectuales y su gusto por forzar el lenguaje y la gramática para seducir con esas capacidades, a veces cayendo incluso en lo abstruso, incomprensible o aberrante:
Es evidente que estás trastornada con los anagramas. Tu idea de un buen anagrama es, sin duda:
AMIABLIEST? (¿De lo más amable?)
TIS MABEL! (¡Esa es Mabel!).
(Eso es: «¿Quién es la joven dama más encantadora que existe hoy en día?» «Es tal y cual»)
Todo eso está muy bien, pero puedo hacerte un anagrama mucho mejor.
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WHERE MABEL? (¿Dónde está Mabel?)
WE BLAME HER (Le echamos la culpa a ella)
(Esto es: «¿En qué condiciones está tal y cual actualmente?». «¡Está en ese estado de ánimo en el que todos los amigos juiciosos la miran negando con la cabeza!»).
Dale recuerdos a Edith de mi parte, por favor, y créeme (es todo culpa tuya, tú lo sabes, no mía).
Con cariño, C. L. Dodgson.
El reverendo Dodgson, además de clérigo anglicano, fue un notable fotógrafo, matemático, filósofo, lógico e incluso literato. Tal vez muchos de ustedes habrán recordado ya a estas alturas su seudónimo literario: Lewis Carroll. Carroll se confesó toda su vida profundamente apenado por un pecado nefando cometido entre 1850 y 1860, cuando tenía entre 18 y 28 años: «Pecador, ruin, despreciable, oh, Dios, ayúdame a llevar una vida más santa; [...], que pueda comenzar una nueva y mejor vida. El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil...».
Fue Ethel Hatch, una de las niñas retratadas, quien bastantes años después explicó cómo el diácono anglicano solía pasearse por Oxford con su maletita de juguetes y trucos para seducirlas a ellas, de forma parecida a como seducía con sus cartas y literatura a sus padres. También les pedía a sus amigos que se ganasen los favores de una determinada familia para, de este modo, ser invitado y acercarse a sus hijas.
Escribió su famoso libro Alicia en el país de las maravillas en parte para ganarse a Alice Liddell y su familia, a la que más adelante llegó incluso a pedir en «matrimonio diferido», cuando ella era aún una niña. En realidad, el libro se tituló inicialmente Las aventuras subterráneas de Alicia, lo que, desde nuestro punto de vista actual, es una clara alusión a los recovecos subterráneos de su relación intrusiva interna y externa con Alice y su familia.
Las cartas a sus niñas-amigas solían comenzar con «Mi querida niña» y acabar con «Tu amigo que te quiere», lo que se hallaba en contradicción con la edad y posición social y religiosa del reverendo. Según su particular visión, la «pureza» de las niñas debía mostrarse desnuda. Y la búsqueda o «caza» (seeking) a todas luces era placentera y bien selectiva: de niñas, no de mujeres. Ni siquiera de niños porque, con sus propias palabras, «no soy omnívoro».
Su posición como diácono, como hombre abnegado y entregado al Señor, así como de «profesor», parecía avalar la honestidad de sus propósitos. Al final de su vida, su familia llegó a poseer unas tres mil obras fotográficas, entre las cuales más de la mitad eran fotografías de niñas. La mayoría de esos retratos, gran parte de ellos destruidos por los citados familiares, producían en quien los veía una sensación extraña, incluso perturbadora, como confesó Helmut Gernsheim, un especialista en fotografía que pudo ver unos cuantos alrededor de 1949. Como puede comprobarse en un libro-objeto recientemente publicado (Carroll et al., 2013), las niñas aparecían en posturas un tanto forzadas, en medio de decorados exquisitamente preparados por Carroll. Desde la
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perspectiva de la que estamos hablando, podríamos resumir que se trataba de niñas- fetiche, sustitutas protosimbólicas de la mujer.
En toda esa larga y atormentada vida, tanto en su obra gráfica como en sus cartas, Lewis Carroll se nos muestra en inagotable conflicto entre la disociación de su pecado y una vida sin carne, por un lado, y su necesidad de seducir, convencer y corromper a niñas y progenitores utilizando para ello, sobre todo, sus habilidades con las técnicas fotográficas y literarias. Entre la pedofilia y la pederastia. Entre el deseo-tentación y el cumplimiento ritualizado del mismo. Un deseo tan intenso y conflictivo que, como al Humbert Humbert de la Lolita de Nabokov, le llevó a peligros sociales y físicos en más de una ocasión. De hecho, su imagen social y sus indudables dotes y capacidades llegaron a resultar grandemente malparados entre la sociedad especialmente bienpensante de su entorno.
Tampoco esos peligros o daños sociales son especialmente ajenos a la visión de la perversión que estoy intentado transmitir aquí. El masoquismo, tal como lo ha descrito Otto Kernberg (1992), es una de las formas internas y externas más frecuentes de manifestación de la relación perversa: en la psicopatología psicoanalítica del masoquismo, lo fundamental es esa unificación entre excitación sexual y dolor o peligro, mediante la cual dar o recibir dolor se convierte en dar o recibir amor, con una creciente adicción a tal solución, de forma que, progresivamente, los circuitos adictivos rompen el circuito de la pre-ocupación reparatoria. Por eso, la relación masoquista es tan ubicua en la psicopatología. Así, por ejemplo, podemos encontrar esa dinámica interna masoquista, donde el placer y el dolor van tan unidos, en el enamoramiento masoquista, pero también en muchos trastornos depresivos basados en el masoquismo moral: aquí, organización melancólica de la relación y la organización perversa masoquista interactúan en la intransigencia del Superyó, la dependencia excesiva, las dificultades para la expresión de la ira y para la búsqueda del placer por vías no sadomasoquistas... Por eso, ese masoquismo en la conducta puede llevar a manifestaciones de tristeza y autodepreciación, es decir, de depresión.
Que el masoquismo, como toda perversión organizada, implica una organización dura, resistente ante los cambios externos, nos lo recuerda, por ejemplo, un dato narrado en más de una ocasión a propósito del holocausto judío: al parecer, muchos de los judíos a los que los guardianes nazis y el régimen nacional-socialista alemán habían sometido a una relación perversa extrema (los vagones que los transportaban a los campos de exterminio) podían negar abiertamente esa realidad tan evidente, a pesar de los datos y las percepciones que la avalaban. Incluso se daba con cierta frecuencia el caso de personas que se refugiaban en las negaciones más nítidas: tal vez los otros vagones sí que iban, pero el suyo no... Había quien podía discutir abiertamente con otros compañeros de infortunio para imponer tal idea. Es la situación que, a otro nivel, y con mayor hincapié en la perversión, hemos podido contemplar, con toda su angustia inherente, en muchos maltratos domésticos, en el filme El silencio de los corderos de Jonathan Demme (1991), basado en la novela de Thomas Harris (1988), o en obras literarias descriptivas del «largo camino hacia la maldad», como es nuestro Lazarillo de Tormes.
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En las dos últimas décadas, ese tipo de fenómenos del ámbito del sadomasoquismo y de la relación perversa han aparecido de forma destacada en los medios de comunicación. Así se han descrito una y otra vez, no sin supuesta extrañeza de propios y ajenos (en realidad, disociación interrumpida), escenas y sucesos con depredadores más o menos psicotizados que coleccionaban en pútridas mazmorras una, dos y hasta diez mujeres diversas y con las cuales ejercían todo tipo de sadismos, incluso sexuales. Por ejemplo, los casos del austríaco Josef Fritzl (2008) o del estadounidense Ariel Castro (2013). Se trata de situaciones que en esas dos últimas décadas han sido, asimismo, caricaturizadas y estereotipadas en numerosos filmes, inverosímiles desde el punto de vista psico(pato)lógico, tales como Seven (David Fincher, 1995) o El coleccionista de amantes (Gary Fleder, 1997). Lo que podemos recuperar de todo ello es un despertar de la sociedad a la realidad extendida de la perversión, por mucho que se hayan cerrado los ojos ante muchos aspectos de perversiones manifiestas tales como las de los regímenes totalitarios europeos (Alemania, España, Italia, la Francia de Vichy...), la contribución de todos los ejércitos de nuestra era a la prostitución en el sentido más estricto, la perversidad de gran parte de la publicidad y la propaganda políticas y comerciales, la perversión de los principios éticos fundamentales que supone una organización social orientada al beneficio rápido e inmediato a costa de la explotación, la enfermedad y la muerte de miles o millones de seres humanos tanto en la misma UE o en EEUU como, sobre todo, en los países del sur del planeta...
Creo que hoy tendríamos que poner especial atención en cómo la publicidad perfecciona sus logros intrusivos (y a menudo perversos, según la definición de intrusión y perversión que aquí vengo defendiendo). Si partiéramos de aproximaciones menos basadas en la lenidad, que también en este ámbito no es sino la antesala de la venalidad,3 podríamos observar que la publicidad moderna utiliza perspectivas bien avanzadas de la psicología, particularmente la capacidad mutativa e intrusiva de las emociones primitivas, algo que, a menudo, aún no hemos sabido hacer en las técnicas terapéuticas. Lástima, porque, como luego veremos, de su utilidad para la corrupción nos había dado noticias Sade hace más de dos siglos, con su Filosofía en el tocador.
Pero, ya antes de los actuales desarrollos científicos de la relación intrusiva y la organización perversa, creo que sus mecanismos psicológicos fueron magníficamente ilustrados en dos grupos de obras literarias y artísticas de gran difusión, con múltiples variantes, secuelas y precuelas: Drácula y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
En primer lugar, mencionaré la novela Drácula, de Abraham («Bram») Stoker (1897) y su versión cinematográfica, dirigida por Francis Ford Coppola, seguramente una de las mejores adaptaciones de la novela en ese medio; desde luego, una de las adaptaciones cinematográficas que intenta mantener vivas las características contradictorias de los personajes, la lucha de la organización perversa con otras formas de relación, tanto en el mundo interno de dichos personajes como en el mundo externo. De ahí la importancia de los símbolos que dichas obras artísticas destacan, intrínsecamente vinculados con el fundamento intrapsíquico de la perversión. Primero, la importancia de la doncella corrompida como objeto interno deseado en su ambivalencia de objeto malo-bueno: se
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la desea por su pureza y no corrupción, pero precisamente para corromperla y convertirla en fetiche, en un otro parcializado y dominado. He ahí el fetichismo y el sadomasoquismo en acción. En segundo lugar, la importancia de los fetiches se manifiesta también en algunas de las mejores versiones del mito: la sangre (de la doncella, de los vampiros) es otro fetiche aún más parcial que el de la doncella corrompida, pero también conseguido mediante la intrusión placentera buscada con violencia (es decir, con ira), con sorpresa, con miedo, con ideología... Y con el objetivo de proporcionar el placer y la supervivencia atormentada, así como la inmortalidad, el máximo logro. Pero también una inmortalidad atormentada y tormentosa, llena de engaños y trabajos, en último extremo, sisífica.
Otra muestra: al otro amenazante (por su autonomía, por sus relaciones diferentes, por su capacidad de atracción), el perverso lo convierte tan solo en su sombra, un vampiro nocturno. Es el otro-sombra, objeto-sombra-del-objeto que calma la angustia de muerte. Tanto en la novela original de Stoker como en el filme de Coppola resultan omnipresentes esos mundos internos girando alrededor de fetiches (la sangre de la doncella, la sangre corruptora, la inmortalidad parcializada, la cruz, los diversos ritos y modos de matar al vampiro, la vida en las sombras...). Son intentos de triunfo sobre el objeto creador y nutricio, sobre la mujer con pecho, con útero o con interior creativo; en general, sobre la mujer (o el hombre) con capacidades creativas... La aspiración perversa, el máximo logro, consiste en poder profanar la bondad de la doncella, poder corromper su pudor, su sexualidad, su sangre, su interior, con el fin de mantener vivas las fantasías de autosuficiencia infantiles (el narcisismo omnipotente: la inmortalidad).
De ahí también la frecuencia con la cual pueden encontrarse, en la relación clínica con el sujeto dominado por la organización perversa, fantasías de la escena primaria, de las relaciones sexuales madre-padre reinventadas, incluso con todo lujo de detalles sexuales. Esa re-creación atormentadora tiene que ver con la importancia que adquieren en su mundo interno las fantasías voyeuristas sobre la relación sexual de los progenitores y/o de las figuras de autoridad o prestigio: ¿Cómo es su vínculo? ¿Por qué me quedo fuera? ¿Cómo es ese i nteri or creati vo? Son preguntas sin respuesta que atormentan íntimamente al perverso y alimentan su envidia. Son preguntas que engrosan los casi sistemáticos expedientes abiertos acerca de todo político y toda persona o personaje relevante, realizados por auténticas organizaciones perversas de nuestras sociedades.
En el caso de que dominen las relaciones adictivas, es decir, complicadas con el uso de drogas duras y la intoxicación cerebral, es fácil observar el papel de objeto pretransicional, simil delirante, de la droga como fetiche. Pero la dinámica adictiva y la dinámica perversa pueden aparecer con dos formas de interacción: una, la adicción a la disociación como defensa, que solo otra adicción más dura puede romper (Joseph, 1982). Con esa adicción a la disociación se trata de mantener el precario equilibrio personal o social basándose en la represión/disociación de hechos, datos, significados que podrían resultar perturbadores. Es lo que literariamente se representa en la disociación bueno/malo extrema del profesor Jekyll (al parecer, en sajón primitivo, algo así como «yo mato») y Mr. Hyde, un asunto clave en la obra de R. L. Stevenson El
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extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886). La disociación defensiva de la personalidad del sujeto, que mantiene a raya al perverso puede ser deshecha por la droga. La acción de esta es la que libera la personalidad del dominio del Superyó, de la moral, y permite la actuación de la ira, hasta entonces disociada, mediante la mano asesina de Mr. Hyde (una bien visible derivación de hide o hidden, oculto, escondido). La droga rompe incluso la adicción a la disociación.
La otra posible relación entre adicción y perversión se patentiza en la situación en la cual la personalidad entera se entrega al dominio de la organización perversa. Es la situación que antes hemos llamado «perversidad». Los objetivos de placer, sedación o equilibrio más deseados tienen que ver entonces con la perversión y el fetichismo (Joseph, 1982). En este segundo modo de interacción entre adicción y perversión, la adicción no es rompedora, sino estructuradora y facilitadora de la relación (perversa). La describe literariamente de forma clásica el Drácula de Stoker, pero puede observarse en los resultados del uso continuado del psicotropo como liberador, que se va apoderando progresivamente de la personalidad global, tanto en la novela de Stevenson como en la vida cotidiana en nuestra sociedad.
Evidentemente, no siempre la relación adicta comienza por el predominio de la organización perversa; no todo adicto es inicialmente un adicto a la relación perversa. La potencia psicológica, neurológica y social de la droga dura (que conlleva mentiras, delitos, manipulaciones, encubrimientos, tanto por parte de los adictos como por parte de los traficantes y de las fuerzas anti-droga) puede desarrollar aspectos intrusivos que ya se habían dado en otros momentos de la vida del sujeto dominado por patologías o por formas de relación diferentes de la intrusiva y la perversa: por ejemplo, por formas de relación evitativas, melancólicas o de desequilibrio emocional o patología límite. Como es bien sabido, algunas personas que «se enganchan» a las drogas duras parten de estructuras psicopatológicas que tienen que ver con la evitación, con la depresión o con la d is r e gu la c ió n e m o c io n a l l í m i t e . S i e xis t e n t e n d e n c ia s d e p e n d ie n t e s e in t r u s iv a s importantes, el uso de la droga en ambientes en reversión, contrarios al desarrollo solidario, facilitará la evolución de la dependencia infantil hacia la organización perversa. Los efectos biológicos y sociales de la «droga dura» harán el resto.
Todo ello tiene importancia máxima como poco en dos ámbitos: por un lado, en la perversión progresiva que implica el dejarse dominar por el uso de la «droga dura e ilegal» y por la multiplicada marginación que ello implica. No podría valorarse tanto la droga (en realidad, puro fetiche) si no se parte de una personalidad predispuesta, de un medio social favorecedor y de una caída progresiva bajo el dominio de esos mecanismos negadores y disociadores a los cuales hemos llamado ideología interna, reforzados por las presiones sociales al consumo, por las manipulaciones que rodean tal consumo y por los propios efectos biológicos de la droga en cuestión. Pero, por otro lado, y a un segundo nivel, hemos de tener en cuenta la capacidad adictiva de la perversión actuada, que ya hemos mencionado: una vez que se han saboreado las mieles del poder corrupto y la capacidad corruptora de ese poder, su venalidad, ello marca las relaciones psicológicas, sociales e incluso neurológicas con cortacircuitos adictivos de placer-
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recompensa por esas vías desviadas, cortacircuitos muy difíciles de cambiar. Así podemos explicarnos la delectación del pedófilo, el exhibicionista, el abusador, el pirómano o el criminal múltiple en continuar por esa vía a pesar de los peligros que implica para él o ella. Incluso, a menudo, intenta estar presente en la búsqueda de sus víctimas o contempla e inspecciona los resultados de sus atentados. A ello contribuyen, por una parte, su inestable organización personal, y en ocasiones cognitiva, pero, por otra, el juego interno del masoquismo. Todo eso facilita su caída, su autoinculpación o su detención si no es encubierto por un ambiente social venal: una vez que el placer perverso se ha actuado, se ha llevado a la acción una y otra vez, como hemos visto con el señor José de R. y el reverendo Dogdson, la tentación a ese placer es demasiado fuerte como para resistirse. Como el alcohólico o el adicto a otras drogas, que nos dice que «cuando quiera lo dejo», «yo no estoy enganchado», «son las últimas veces», «solo es un poquito»... y son precisamente esos razonamientos los indicadores de su tendencia a seguir bajo el dominio de su adicción.
De ahí la importancia del contexto social. En el caso de los adictos a las drogas duras, refuerza e hipertrofia sus organizaciones perversa y paranoide. En el caso de los adictos al poder corrupto, en diversas de sus formas, el contexto social puede ser decisivo en el paso desde el predominio más o menos marcado de la relación intrusiva al predominio de la auténtica organización perversa. Su poder económico y social, su poder de clase, permitía al señor José de R., como a los dirigentes nazis, como a los financieros y los especuladores corruptos, el paso a la acción de su tendencia a la relación perversa. El contexto social es clave para la extensión de la perversión tanto en la psicopatología individual como en la patología psicosocial. El trasiego de pedofilia a pederastia es el mismo que se da entre las tendencias perversas y la perversidad (a la que, a menudo, se alude con el término más simbólico y cultural de «el Mal»).
Sin embargo, no hay que olvidar que su potencia máxima se da en el caso del corrompedor, del corruptor, no del corrupto. Un contexto social en el cual la negación maníaca y la corrupción estén instaladas sistémicamente, como es el nuestro, promueve con potencia el desarrollo de las tendencias perversas en los miembros vulnerables de esos grupos sociales. En especial, en los vulnerables por su narcisismo, sus necesidades afectivas, su fragilidad emocional, sus contactos o por otras facilidades para ser corrompidos. Ahora, incluso a nivel social, ya no hay tanta necesidad de espiar a las víctimas, vigilarlas, sorprenderlas en las esquinas: miles y miles de víctimas potenciales, de seres secundarios, prescindibles, se desnudan y hacen trasparentes voluntariamente en las redes sociales informatizadas, en el panóptico digital del Big Data, multiplicando exponencialmente el poder y la discrecionalidad de los corruptores. Y encima, otra vez más, la perversión social estructural lleva a que se persiga, culpe, condene y encarcele o linche al corrupto, o al perverso corrupto, pero ni se mencione ni se actúe casi nunca contra el perverso corrompedor. Entre otras cosas porque este último suele ocupar posiciones de poder social y económico mucho más altas, a menudo posiciones clave en su grupo social, institución, comunidad, grupo de empresas, contexto económico...
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De ahí la gran importancia de atender y estudiar la pedagogía de la corrupción. Y, en ese sentido, Sade llegó a escribir páginas que siguen siendo necesarias para entender la venalidad del mal, la capacidad de corromper de la perversión, y las vías y las formas para desarrollar y aplicar esa «pedagogía de la perversión» (Mèlich, 2014). Aunque se trate de vías hoy muchas veces ampliamente superadas por la pedagogía... de la publicidad.
Porque, a diferencia de la seducción y la morbosidad que puede sugerirnos La Venus de las pieles, de Sacher-Masoch, lo que plantea Sade es una auténtica filosofía moral. Una moral en la que triunfa el placer extremo y, precisamente por ello, el mal, la perversión, el dolor y la tortura. Con extrema y mefistofélica perspicacia entiende que su moral debe ser «formada» y que el primer y fundamental principio consiste en aprender a no sentir compasión, a no sentir gratitud. Romper el principio, básico en la especie, de la solidaridad, el amor, la colaboración, la gratitud... Lo fundamental es el placer personal, unívoco, narcisista, al cual tienen que subyugarse todos los otros elementos de la vida, incluidas todas las personas con las que nos relacionamos. A la pedagogía de ese des-aprendizaje moral dedica su Filosofía en el tocador, publicada de nuevo en 2008: Juliette solicita ser instruida, al igual que Eugenia. Sade nos descubre que la crueldad tiene que ser enseñada (Mèlich, 2014), lo que significa que la tendencia a la gratitud, la compasión y la reparación impregna la sustancia de la vida humana y las relaciones humanas, y que se necesita un gran esfuerzo sado-pedagógico para extirparlas.
Por eso Sade propone una especie de imperativo categórico invertido (inverso al kantiano): lo que para la mayoría es obrar bien, cumplir la voluntad de actuar por deber, y no solo conforme al deber, para Sade es el resultado de la debilidad, de no ser capaces de seguir los dictados de una ley más natural, que no es otra que deleitarnos «no importa a costa de quién». Por eso la moral de Sade, como la perversión, culmina en la crueldad y el crimen. La naturaleza destruye sin compasión alguna, pero ya no ocurre así en el hombre actual, en el ser humano culturizado. Por eso, para desactivar la gratitud y la compasión es imprescindible iniciar un proceso de des-educación, un auténtico proceso pedagógico en el cual la noción de crimen ha desparecido si una conducta puede producir placer, como en publicidad y propaganda tienden a desaparecer las nociones de manipulación, intrusión y perversión si pueden producir beneficios para el que paga.
No dividamos esa porción de sensibilidad que hemos recibido de la naturaleza: es aniquilarla, más que ampliarla. ¿Qué me importan a mí los demás? [...] ¡Que el fuego de esa sensibilidad no alumbre otra cosa que nuestros placeres! Seamos sensibles a cuanto los halaga, absolutamente insensibles con todo lo demás. De ese estado anímico resulta una especie de crueldad no exenta a veces de delicia. No siempre se puede hacer el mal. Privados del placer que da, compensemos al menos esa sensación mediante la pequeña maldad excitante de no hacer nunca el bien (Sade, 2008: 21).
Hay que ser insensibles al dolor de los demás. No cabe un otro en Sade; solo cuerpos para ser gozados, torturados, poseídos... Solo orificios (Mèlich, 2014).
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Para ello la ideología interna, las racionalizaciones, las disociaciones y las negaciones, la perversión del pensamiento son básicas. Sade nos advierte:
Huid con cuidado del amor. [...] Hay que repudiar el amor y adorar el placer. [...] La bondad no es nunca otra cosa que una debilidad, y la ingratitud y la impertinencia de los débiles fuerzan siempre a las gentes honradas a arrepentirse de ella. [...] ¿Qué es la piedad? Un sentimiento puramente egoísta que nos lleva a lamentar en los otros el mal que tememos para nosotros (Sade, 2008: 97; 2009).4
Habrá que ir contra la gratitud, la bondad, la piedad, la psicosexualidad (Eros) y el agapé si queremos seguir el camino, ya trazado de antemano por todos los perversos que en el mundo han sido, de la nueva moral, de la perversidad (es decir, la perversión egosintónica). Y para ello habrá que aplicar, introducir en la carne y en la mente dos técnicas básicas: desaprendizaje de la compasión y extrema transparencia, dos lecciones que vislumbramos ya como componentes fundamentales de la matriz de la organización perversa o de sus actuaciones.
1. A lo largo de estas páginas, a pesar de la profundidad y complejidad del tema, intento mantener una idea de la ética en tanto que reflexión de segundo orden sobre las normas morales, en la línea de Muguerza (1986) y en un sentido similar a Mèlich (2014): La moral nos dice lo que debemos pensar, sentir, hacer... La ética, sin embargo, nos obliga a responder a determinadas cuestiones, sin saber previamente qué. Como veremos más adelante, la moral resulta alterada por la organización perversa, pero también la propia ética.
2. Aquí y en lo sucesivo utilizaremos la diferenciación, propuesta incluso en el diccionario de la RAE, entre pederastia (abuso sexual cometido con niños) y pedofilia: atracción erótica o sexual que una persona adulta siente hacia niños o adolescentes.
3. Lenidad en el Diccionario de la RAE es la «Blandura en exigir el cumplimiento de los deberes o en castigar las faltas». Venalidad, cualidad de lo venal (del lat. vena-lis, de venum, venta), es decir, «1) de lo vendible o expuesto a la venta o 2) que se deja sobornar con dádivas».
4. Un tema en el que insisten también tanto la obra teatral de Peter Weiss (1964) como el filme de Peter Brook basado en ella (1966).
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5. ¿Banalidad del mal o venalidad del mal?
Hemos mencionado anteriormente que la perversión sadomasoquista, con su perspectiva bifronte, es tal vez la perversión básica en las sociedades humanas: porque se halla en la base de las demás perversiones y porque, probablemente, es la más extendida (siempre que usemos el sustantivo perversión en el sentido que aquí le estamos dando).
Poner en primer plano de la vida social y de la comunicación los temas de «violencia de género» y «violencia doméstica» indudablemente ha supuesto un avance importante para la cultura humana de los siglos XX y XXI. Pero ahora ya, y tal vez desde el principio de ese cambio de perspectiva, deberíamos atender mucho más a la complejidad bifronte del sadomasoquismo en esas relaciones interhumanas, de forma que las actuaciones sociales sobre la «violencia de género y doméstica» no quedaran tan solo reducidas a los ámbitos ideológicos, culturales y policiales. Eso no significa que hayamos de minusvalorar el impacto social renovador que lo ideológico y cultural posee, desde luego. Pero creo que, además, hoy deberíamos ser capaces de ayudar mejor a las personas concretas involucradas en ellas y no solo conseguir más encarcelados, más homicidas, más suicidas o más estadísticas anuales o mensuales de «violencia de género». Y en esa línea, para poner en práctica actuaciones más eficaces y eficientes que ayuden de verdad a las personas concretas, necesitamos el cambio de perspectiva que implica el considerar en toda su radicalidad y toda su complejidad las relaciones sadomasoquistas y tenerlas en cuenta como la perversión básica que son.
La perspectiva bifronte, propia del dios Jano, de esta perversión básica, donde los papeles y las organizaciones sádicas y masoquistas se complementan y a menudo intercambian con el objetivo de estabilizar sistemas personales, familiares o sociales muy alterados, es fácil encontrarla descrita en numerosas obras literarias contemporáneas o pasadas, por lo que no voy a centrarme en particular en ninguna de ellas. Desde los poemas sumerios y babilonios irtu, pasando por al menos Eurípides, Safo, Aristófanes, Cervantes y Shakespeare, hasta El mayor monstruo, los celos, de Calderón de la Barca, existen excelentes descripciones de las mismas.
Pero la progresiva comprensión de tales tendencias y, por tanto, su divulgación social han ido parejas de una cierta simplificación no siempre inocente. Esa tendencia a simplificar temas complejos y que nos afectan directa y personalmente, como el de la intrusión y la perversión,1 ha llevado, por ejemplo, a que creamos que el perverso sadomasoquista agrede y tal vez mata a la mujer según la creencia machista de «la maté porque era mía». En esa perspectiva parcial, no paramos mientes en la otra cara de la
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realidad, muy útil, por ejemplo, para la prevención: «la maté porque NO era mía» (porque la necesitaba, porque podía ser independiente, porque era la manifestación directa de la alteridad). El mayor temor del celotípico y/o del perverso maltratador es perder al otro, a la mujer; es el abandono. Y ese temor profundo, ocultado por el sadismo, bien podría ser utilizado en la prevención de las complicaciones graves de esas situaciones. Por ejemplo, apoyando a determinadas mujeres a que progresivamente, mediante el cambio en la percepción de su propio poder y lugar en la relación, y, sin caer otra vez en el sadismo retaliativo, puedan ir colocando en su lugar al otro de la relación: como alguien también enormemente depediente y necesitado de esa relación. Una situación en la cual, en mi experiencia, pueden ser fundamentales los «pactos a tres bandas» (Tizón, 2014) y el uso de neurolépticos retard para el miembro más actuador o violento de la pareja.
La tendencia a simplificar temas complejos como el sadomasoquismo podemos verla en otras muchas muestras de gran actualidad. Pero un buen ejemplo lo proporciona observar cómo en estos años se ha oscurecido el significado de las ciertamente ambiguas frases de Hannah Arendt sobre el mal y la «banalidad del mal». En Arendt (1964), al menos según mi lectura, se trataba de una perspectiva descriptiva y subjetiva, no de una observación objetiva, con afanes teóricos y totalizadores. El oscurecimiento ha estado facilitado, ciertamente, por la tendencia del asesino en serie confeso Adolf Eichmann (y de otros muchos perversos reales, no cinematográficos o literarios) a la repetición, al cliché, al lenguaje vacío expresivo del self vacío... Tal vez por eso Arendt, en el último capítulo de su libro, justo antes del epílogo, acaba ejemplificando esa tendencia con algunas muestras realmente espectaculares. De hecho, termina el libro hablando de la tendencia al cliché (¿o a la negación?) de Eichmann. Por ejemplo, cuando, ya en el patíbulo, pronunció, sin ser creyente, frases como las de «Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania!, ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! Nunca las olvidaré». Arendt prosigue y apostilla: «Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes» (Arendt, 1964: 368).
Arendt escribía desde Jerusalén sus crónicas sobre el juicio a Eichmann, después de que este hubiera sido secuestrado en Argentina por una rama de los Servicios Secretos Israelíes (el Mossad). Lo hizo sometida a inenarrables contradicciones, tanto personales como políticas e ideológicas. Para ella, Adolf Eichmann no era un deficiente o alguien radicalmente malo, perverso. Era, simplemente, «irreflexivo», aunque sus comentarios hacen pensar a algunos, en un resumen elemental, «¡Qué tontos son los malos!» o «Muchos malos son tontos». Según la perspectiva de Arendt, no se le podían encontrar profundidades demoníacas, por mucha voluntad que se le ponga:
Que un tal alejamiento de la realidad e irreflexión en uno puedan generar más desgracias que todos los impulsos malvados intrínsecos del ser humano juntos, eso era
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de hecho la lección que se podía aprender en Jerusalén. Pero era una lección y no una explicación del fenómeno ni una teoría sobre él (Arendt, 1964: 418).
En último extremo, Arendt (1964, 1969) se refería a la cuestión de si el mal es siempre radical, total, perverso, o, simplemente, se trata de un producto de la irreflexión, una tendencia de la «gente corriente» a obedecer órdenes y conformarse con la opinión del grupo sin una evaluación crítica de las consecuencias de sus acciones o inacciones, algo que ella misma había negado en las páginas anteriores.
Desde nuestro punto de vista, en estas páginas Arendt no aportó una explicación más profunda o compleja porque no pudo percibir y aceptar la importancia de los mecanismos psicológicos en los que hemos centrado este ensayo: los procesos de escisión y disociación de la personalidad, las características de la organización relacional perversa, los mecanismos para disminuir la disonancia cognitiva, los procesos mentales de la persuasión y la difusión del self en las masas, etcétera. Y todo ello unido a la mentira y la manipulación, que se hicieron carne con Eichmann a lo largo de toda su detención y enjuiciamiento y, tal vez, a lo largo de toda su vida como adulto.
El enigma que preocupaba a Hannah Arendt pasó a ser un tema clave de la investigación psicológica en los años posteriores, con miles de estudios realizados, por ejemplo, con los paradigmas de Festinger (1957) sobre la disonancia cognitiva y de Milgram (1974) sobre la obediencia a la autoridad. Después, con el desglose de los mismos en la línea de, por ejemplo, Cialdini sobre la psicología de la persuasión (1974), Darley y Latané sobre la difusión de la responsabilidad (1986) o, posteriormente, Ramachandran (1999) sobre sus bases neurológicas. Además, se trata de programas de investigación perfectamente compatibles con la clínica psicoanalítica de la identificación con el agresor o la difusión del self en el seno de grupos y masas. Desde luego, programas de investigación de gran actualidad, que podrían recibir un serio impulso y profundización si investigadores de los tres paradigmas (psicoanalítico, cognitivo- conductual y neurofisiológico) pudieran colaborar en su desarrollo, y si determinadas investigaciones secretas sobre el tema pudieran salir a la luz. Por ejemplo, los diarios de trabajo del selecto y corrupto grupo de psiquiatras y psicólogos citado unas páginas atrás: los equipos que, bajo la dirección del doctor Donald E. Cameron, investigaron durante decenios en EEUU y Canadá en secretos programas de control de la mente, «conducción p s í q u ic a » y « e xt r a c c ió n d e in f o r m a c ió n » b a s a d o s e n s is t e m a s p r e v io s d e s h o c k s múltiples y sistemáticos y «desprogramación psicológica».
En ese sentido, cualquiera que haya podido tratar con consultantes dominados por tal organización relacional (la organización o estructura perversa de la relación), y más si han practicado abusos a lo largo de años y de forma sistemática, no puede estar de acuerdo con esa visión simplista de la «banalidad del mal», en realidad pre-psicoanalítica (no tiene en cuenta lo inconsciente ni lo disociado). En el capítulo 4 hemos esquematizado los rasgos básicos de tal organización de la relación en doce características, que podríamos rastrear, una por una, incluso en las descripciones que Arendt hace de Eichmann. A título
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ilustrativo, incluiré aquí tan solo unos comentarios acerca de varias de esas características.
Por ejemplo, en el caso de Eichmann no creo que haga falta recordar el sadismo de sus acciones, que, a pesar de sus racionalizaciones, lo llevó a programar metódicamente uno de los más grandes genocidios que se hayan dado en la historia de la humanidad (Pinker, 2012), o a participar pistola en mano en más de una expulsión de judíos, o a seguir enviándolos al exterminio incluso en los días finales de la guerra, en los cuales hasta Heydrich o Himmler se habían vuelto moderados en el asunto. Además, poco sabemos de su vida íntima y familiar como para aceptar acríticamente que el sadismo no se manifestaba en ellas de forma disociada. Pero sabemos bastante de su mentira y de su placer o autoequilibración engañando, que no es poco.
También el masoquismo es visible en numerosos aspectos de su biografía: por ejemplo, en su sometimiento a las órdenes sádicas y, sin ir más lejos, en el masoquismo no carente de cierto exhibicionismo con el que se sometió a los interrogatorios de meses de duración, aun sabiendo que, se defendiera como se defendiera, iban a acabar con una condena a muerte. En el propio libro de Arendt aparecen numerosas muestras de esa doble facies sadomasoquista. Por ejemplo, en sus catorce meses de adiestramiento militar, Eichmann solo destacó por su brillante comportamiento en la instrucción de castigos, que ejecutaba concienzudamente con gran obediencia a sus instructores, como si se sintiera animado por la tendencia a concordar con los resultados de las futuras investigaciones de Milgram.
De su vulnerabilidad, que es lo que, en situaciones de insolidaridad, abre la puerta al predominio de la perversión, podemos recordar que Adolf Eichmann había padecido una infancia muy difícil, al menos según sus recuerdos: de pequeño perdió a su madre, su padre se volvió a casar, vivió situaciones de abandono, rabia, pobreza afectiva... Coyunturas casi paralelas a las que Nabokov hace vivir a Humbert, el protagonista- antagonista de su Lolita (1955). Pero en la familia de Eichmann las penurias económicas se juntaban con las penurias afectivas, hasta el extremo de que el joven Adolf se pasaba los días en casa de su amigo Salomón (donde aprendió el yiddish), pues, al parecer, le era demasiado penosa la falta de unión y cariño en su núcleo familiar...
Otras muestras de su vulnerabilidad profunda podemos observarlas releyendo las notas de los interrogatorios y el juicio de Eichmann, e incluso los resúmenes que Arendt hace de los mismos (1964). En ellos nos aparece un espíritu simple que necesita creerse su propia autopropaganda, su i deología i nterna, y que, probablemente, acaba creyéndosela. Se nos muestra su narcisismo vulnerable, agujereado: continuos fracasos vitales propios, pero también comunes con los de una amplia mayoría de los más de cincuenta millones de alemanes que apoyaron, aparentemente convencidos, las mentiras delirantes, fetichistas y contradictorias que Hitler, Himmler y otros corruptores más ocultos les fueron suscitando.
El propio Eichmann declaró que se sentía culpable, irremediablemente culpable. «Culpable ante Dios, no ante la Ley», había dicho Robert Servatius, su abogado defensor (Arendt, 1964: 40). Sin embargo, aunque llegó a decir que, «de buena gana, me
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ahorcaría con mis propias manos en público, para dar ejemplo a todos los antisemitas del mundo» (?), no quiso expresar arrepentimiento, porque «el arrepentimiento es cosa de niños» (Arendt, 1964: 43).
Su narcisismo y su egocentrismo infantiles, corruptos y polimorfos se muestran también en cómo, según convenía a sus intereses, podía expresar argumentos como los anteriores o, por el contrario, defender abiertamente el «fusilamiento de ocho mil judíos» para resolver un problema logístico (¿cómo matar eficientemente?) sobrevenido a otros oficiales alemanes en Yugoslavia.
Mentira, jactancia, arrogancia, incluso con resultados perjudiciales para él mismo, eran también características de su personalidad, de su narcisismo frágil y corrupto. No solo su aspecto inofensivo, adocenado, burocrático... Llegó al extremo de atribuirse la ideación de la delirante «solución» al «problema judío» mediante el exilio de los judíos europeos a Madagascar, las ideas fundamentales de la «Solución Final», o las de la creación del gueto de Theresienstadt. Ya en la antesala del ajusticiamiento, Eichmann mantuvo claramente otra vez que prefería ser ahorcado en concepto de Obersturmbannführer a.D. (teniente coronel retirado) que vivir anónima y normalmente como viajante de la Vacuum Oil Company (Arendt, 1964). En realidad, aquí se nos muestra palmariamente el Yo, el self y el narcisismo vulnerables de estos personajes, tan patentes y patéticos también en la parte de la personalidad y la vida de Lewis Carroll que acabamos de recordar: buscando niñas por las esquinas, con su maletita de juguetes y pobres trucos seductores para niños y padres.
Tan aparatosamente vulnerable era el narcisismo del futuro oficial de las SS que, con tal de medrar, en su juventud pasó en pocos meses de intentar ingresar en una logia masónica, a entrar en el PPD, el partido nazi, «Como si el partido me hubiera absorbido en su seno, sin que yo lo pretendiera» (Arendt, 1964: 56). Solo medrando en algún tipo de organización protectora sentía que podía buscarse un lugar en la sociedad. Su patética necesidad de reconocimiento, unida a una cierta conciencia de su propia futilidad, le llevó luego a buscar por encima de todo el reconocimiento en el trabajo. El trabajo bien hecho pudo ser su principio rector..., disociando en qué consistía la materia prima de su trabajo: la erradicación y el exterminio. «El trabajo os hará libres» fue la divisa de Auschwitz y de otros campos de concentración. Así, a pesar de sus fantasías megalomaníacas, él no fue el responsable máximo del exterminio de los judíos centroeuropeos, pero era un ejecutivo relevante en la cadena de producci ón de cadáveres. Paradójicamente, su narcisismo podría haberse hinchado aún más si hubiera sobrevivido a su propia muerte, pues Adolf Eichmann se ha convertido en uno de los prohombres más conocidos de la gestión del mal, por la sencilla razón de que hizo bien su trabajo. Su hacer bien el mal, como el de miles de ejecutores y directivos que participaron en el proceso, es lo que permitió ese «mal descomunal» (en el sentido de Echeverría, 2007).
La supuesta «banalidad» de ese mal queda desmontada por la realidad de que, para llevarlo a cabo, había que poner de acuerdo a miles de trabajadores en cadena: legisladores, juristas, militares, médicos y sanitarios, economistas, banqueros, personal
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administrativo de numerosas instancias del Estado... Para llevar adelante esos procesos, la mentira, la perversión del lenguaje y el ocultamiento venales eran absolutamente imprescindibles.
Dos muestras más, entre miles, de la tendencia racionalizadora, negadora y denegadora de Adolf Eichmann, de su tendencia a la autopropaganda y la ideología interna, que engañó a propios y extraños y, entre otros, tal vez a la propia Arendt: se consideraba a sí mismo un «idealista». Para mantener esa fachada, en el curso de un interrogatorio policial, llegó a afirmar rotundamente que habría enviado a la muerte a su propio padre, en caso de que se lo hubieran ordenado. En ese momento, según Arendt y según su interrogador, no pretendía resaltar su tendencia a cumplir órdenes, sino lo gran «idealista» que era.
Otra muestra de la importancia de la autopropaganda (de la ideología interna corruptora), así como de su vulnerabilidad y su falso self, era su continuo uso de frases hechas, muletillas y sentencias de «sentido común», que llegaron a resultar tediosas para cuantos lo conocieron. Hasta en el patíbulo, como acabamos de recordar. Preguntado por esa tendencia, podía afirmar que él solo conocía «el lenguaje burocrático», aunque, en otro momento durante sus meses de interrogatorios, aseguró haber leído a Kant y su Crítica de la razón práctica. En consecuencia, defendía que él había trabajado según el imperativo categórico kantiano.
La necesidad de afirmar artificialmente su narcisismo era aparente también en sus patéticas muestras de jactancia. Por ejemplo, cuando, a pesar de los riesgos reales de delación, Eichmann repetía en los últimos días de la guerra: «Saltaré dentro de mi tumba alegremente, porque el hecho de que tenga sobre mi conciencia la muerte de cinco millones de “enemigos del Reich” me produce una extraordinaria satisfacción» (Arendt, 1964: 75). ¿Se trata del desvelamiento pornográfico del sadismo o de desvaríos de un narcisismo infantil y vulnerable con defensas sádicas? El narcisismo frágil y corrupto con el que estos individuos intentan fortalecerse les puede llevar a intentos desesperados de apuntalar su identidad e incluso al erostratismo: se busca la fama o el reconocimiento a cualquier precio. Erostrato, en el año 356 a.C., prendió fuego al templo de Artemisa en Éfeso para que su nombre fuera recordado, en busca de la fama. Como Mark David Chapman, el asesino de John Lennon, que «creía que matándole conseguiría su misma fama». Eichmann buscaba ese reconocimiento a través del trabajo bien hecho, de hacer bien el mal y, tal vez, cuando ya se vio irremediablemente condenado, intentaba construir todo un personaje para pasar a la posteridad.
Cuando nos dejamos dominar por el narcisismo, por nuestros propios núcleos de autosuficiencia, un resultado en nuestra relación con los demás es la falta de empatía, que puede llevar a manifestaciones como las de Chapman. Al parecer, ese fue un rasgo característico de toda la vida de Adolf Eichmann. Por ejemplo, ya hemos recordado que durante su infancia y su adolescencia llegó a convivir con varias familias judías, a introducirse en ellas. Así, adquirió de primera mano, mediante la intrusión, conocimientos del yiddish y la cultura judía que, años después, le fueron útiles para la intrusión en las SS y para escalar puestos en ellas. Sin embargo, con su trabajo cotidiano de exterminador
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organizado, a lo largo de su periodo de mando dio continuas muestras de falta de empatía para con familias como las que lo habían acogido en sus momentos de soledad y tristeza, así como de incapacidad para la gratitud y, por supuesto, para la reparación. Su falta de empatía le llevó, asimismo, a engañar una y otra vez a dirigentes y agentes judíos que iban a morir, pero sintiendo y declarando al tiempo que así realizaba «buenas acciones».
Al contrario de aplicarnos el lenitivo, a menudo venal, de la «banalidad del mal», a partir de todo lo anterior, tendríamos que recordar que la organización relacional perversa, como todas las demás, existe en todos nosotros, en la gente corriente, es decir, que el odio estructurado y el resentimiento (Escario, 1995) pueden dominar a todos y cada uno de nosotros. Como pueden dominarnos cualquiera de las demás organizaciones para la relación. Sin embargo, en gran parte de nuestra vida, la organización perversa se halla dominada por otros modelos u organizaciones relacionales y por formas de relación más suaves o blandas, como la relación intrusiva. Por eso, partiendo de estos casos y, por supuesto, de otros mucho más simples y menos mortíferos, deberíamos subrayar que no existe esa «banalidad del mal», sino la parcialización y la perversión de la mirada que nos lleva a ver solo el aspecto banal, a considerarlo una parte de la «insoportable levedad del ser» y a la aceptación acrítica de ciertas normas del grupo.
El problema es que precisamente en eso consiste el primer paso para la capacidad corruptora de la relación perversa: facilitar la disociación o escisión en la mente, y en la mentalidad social, de sus actividades ventajistas y corruptas. La banalización de la venalidad. Por ejemplo, primero se convierte a las personas en cosas y después la pena y la culpa por destruirlas pueden disociarse más fácilmente. Nadie moría en Auschwitz, porque la muerte es propia de las personas, no de las piezas (Stücke). En el Lager no se mataba: se fabricaban cadáveres o, mejor aún, productos químicos y utensilios. Como no se asesinaba a las personas con trastornos mentales ingresadas en Alemania y en los territorios ocupados: no eran personas, sino «conchas vacías», «vidas que no merecían vivirse» (Müller-Hill, 2001). Tampoco en las heladas estepas rusas se mataba sistemáticamente a millones de prisioneros: solo se simplificaban complejos problemas logísticos. Y, previamente, se había degradado tanto a los «cerdos judíos» o a los «traidores eslavos» y las «masas inferiores soviéticas» (que decía Hitler) que infundían fundamentalmente asco en el noble pueblo alemán. Así, la emoción primitiva del asco, uno de los elementos que puede ayudarnos a descifrar en las relaciones humanas la perversión, en el racismo orquestado es utilizado en sentido contrario, mediante técnicas psicosociales de propaganda masiva: para que tengamos asco al extraño, no al perverso.
Por eso es fundamental tener en cuenta el aumento exponencial de la capacidad intrusiva que puede lograr la organización perversa mediante el uso masivo de técnicas de psicología social y márquetin y más en nuestros días. Mediante el uso del Big Data y la psicopolítica neoliberal (Han, 2014), resulta enormemente potenciada la venalidad del mal, con el consecuente aumento del poder de ciertas organizaciones perversas en nuestros días. Si no, no podría entenderse su relevancia y su persistencia en un mundo cada vez más solidario, globalizado, que le da menor importancia a la violencia y al
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miedo desimbolizado como medio de resolver los conflictos (Arendt, 1969; Pinker, 2012).
Por eso, la importancia de la perversión a nivel psicosocial significa que antes hemos parcializado arteramente nuestro enfoque, aceptando de forma masiva y ciega mecanismos como la disociación mental, la negación, la denegación, las defensas maníacas y los sistemas proyectivos masivos como forma de disminuir las disonancias cognitivas, las percepciones de sufrimiento del prójimo, de mentiras, de corrupción, de venalidad. Es lo que más de cincuenta millones de alemanes tuvieron que hacer ante el exterminio de los comunistas (que ya habían sido masacrados en 1919, comenzando por la propia Rosa Luxemburg), de los pacientes con trastornos mentales, de los judíos, de toda la oficialidad polaca, de millones de prisioneros rusos... O lo que practicaron miles de dirigentes aliados, además de millones de alemanes de la posguerra. Bien sabían que muchos de los verdaderos perversos, que habían contribuido en segundo plano o desde las sombras a los crímenes iniciales, habituales y finales del nazismo, o a la extensión del delirio fetichizado que llevó a la gran tragedia de la Segunda Guerra Mundial, sobrevivieron a los juicios de Núremberg y a las persecuciones del Mossad. Incluso fueron ayudados activamente por la Iglesia católica y numerosas instituciones militares, cuerpos de espionaje y hasta por organizaciones sociales de los países «aliados».
De igual forma, se habla poco de otras disociaciones básicas incluso en nuestras ideas del mundo después de Auschwitz, después del holocausto. Por ejemplo, normalmente, ni paramos mientes en cómo parcializamos nuestro enfoque cuando hablamos del holocausto refiriéndonos tan solo a una parte de esos genocidios organizados por el nazismo y no a los entre 60 y 73 millones de muertos provocados por tal locura delirante n o d ia gn o s t ic a d a . P a r a f r a s e a n d o a H a n n a h Ar e n d t ( 1 9 6 4 ) , d ir í a m o s q u e a lgu n o s historiadores, como «el alemán medio, buscan las causas de la última guerra no en las acciones del régimen nazi, sino en las circunstancias que condujeron a la expulsión de Adán y Eva del Paraíso».
No. Los holocaustos provocados por el régimen totalitario nazi, ascendido gracias a unas elecciones, no lo olvidemos, fueron posibles solo por la conjunción de grandes males, de grandes rupturas axiológicas consentidas y compartidas por amplios sectores de la población, y, además, en ambos lados del frente: desbordamiento de los límites políticos (regímenes totalitarios, gobiernos títeres en los países ocupados, expansionismo, primacía de los intereses económicos en las grandes potencias oponentes...), sociales (complicidad, silencio, expulsión de grupos y etnias, racismo...), jurídicos (ruptura de la división de poderes, exclusión de las acciones del Estado del control judicial, leyes discriminatorias, ausencia de garantías, privación de derechos...), militares (militarización del partido gobernante, de las instituciones sociales y de la sociedad, invasiones, guerra generalizada...), científicos (teorías falsas sobre la genética en todos los países tecnificados, sobre la supuesta supremacía de la supuesta raza aria, experimentos consentidos con seres humanos, como hoy...), policiales (interrogatorios, prisión y deportaciones sin control, con torturas, abundancia de fuerzas paramilitares...), morales (propaganda política férreamente organizada, mentira sistemática, autoengaños,
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disociaciones, falta de respeto a los valores humanos básicos...), etcétera. Solo así es posible explicarse la existencia de ese conjunto de holocaustos, los más sistemáticos sufridos por la especie: requieren la colaboración por acción y por omisión de innumerables autores y una gran degradación de valores humanos y psicosociales fundamentales, como los que hemos enunciado siguiendo a Echeverría (2007: 356).
Por eso conviene recordar los escritos, los sermones y los poemas de la «Iglesia confesante» (Bekennende Kirche), una de las pocas organizaciones de pensamiento cristianas que se opusieron al nacionalsocialismo y que popularizaron sus posturas tras la Segunda Guerra Mundial (Herder, 2011; Niemöller, 1946-2012: 135-136). Uno de sus miembros, el pastor Martin Niemöller, resumió esa actitud en su sermón de enero de 1946, «¿Qué hubiera dicho Jesucristo?»:
Sí, Hitler atacó a los comunistas, pero ¿no eran ateos y revolucionarios? Y sí, aniquiló a los incapacitados y los enfermos, pero ¿no eran una carga para la sociedad? Y, claro, exterminar a los judíos era deplorable, pero los judíos no son cristianos, ¿verdad? Y lo de los países ocupados era una lástima, pero por lo menos eso no ocurrió en Alemania, ¿no es cierto?
Ninguna excusa justificaba todo eso. No podemos negar la necesidad de expiación con la excusa de que «me habrían matado si hubiera hecho algo». Preferíamos mantener el silencio. Está absolutamente claro que no somos inocentes y me pregunto una y otra vez: ¿qué habría pasado si en el año 1933 o 1934, 14 000 pastores protestantes y todas las comunidades protestantes de Alemania hubieran defendido la verdad hasta la muerte? Si hubiéramos dicho: «No es correcto que Hermann Göring simplemente meta en campos de concentración a 100 000 comunistas para que mueran». Puedo imaginar que tal vez 30 000 o 40 000 cristianos protestantes habrían muerto, pero también puedo imaginar que habríamos salvado a 30 o 40 millones de personas,2 porque eso es lo que el silencio nos costó.
Vale la pena revivir los extremos de sadismo a los que esa exigua minoría se opuso como pudo... y a costa de la muerte de casi todos sus miembros, incluso en el caso de ser autoridades eclesiales relevantes. Por ejemplo, el líder de la Bekennende Kirche, Dietrich Bonhoeffer (1906-1945), fue ahorcado con cuerdas de piano en el campo de exterminio de Flossenbürg en los últimos días de la guerra y, por añadidura, con acusaciones delirantes e imposibles.
Por supuesto que el germen de esas situaciones no ha desaparecido en nuestras sociedades, como se demuestra con el rosario de golpes de Estado y guerras organizadas en los últimos decenios por EEUU y la «vieja Europa». Por eso, tal vez tendríamos que adaptar esos textos y esa actitud a nuestros días y no disociarlos cómoda y m a r r u lle r a m e n t e a lo s a ñ o s c in c u e n t a y s e s e n t a d e l p a s a d o s iglo . P o r e j e m p lo , introyectando y divulgando el texto y el pensamiento del pastor Niemöller (1946; reeditado en 2014), durante decenios atribuido a Bertolt Brecht, de una forma tal vez parecida a la que sigue:
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Cuando los neocons y sus aliados vinieron a por los extranjeros, guardé silencio,
porque yo no era extranjero.
Cuando encerraron a los sin papeles, guardé silencio,
porque yo tenía documentación.
Cuando vinieron a echar a las gentes de sus trabajos, de sus casas, de sus ciudades, guardé silencio:
se lo tenían que haber pensado mejor antes de aceptar aquellos contratos e hipotecas.
Cuando vinieron a buscar a los gitanos, a los negros, a los moros y a los latinos, para echarlos a las tinieblas exteriores no protesté,
porque yo no era gitano, ni negro, ni moro, ni latino.
Cuando perseguían, detenían, torturaban e incluso asesinaban ilegalmente a los terroristas, guardé silencio:
no soy un terrorista, y el terrorismo es el crimen más infame que puede darse en una sociedad.
Cuando perseguían, detenían, torturaban e ilegalizaban a los «antisistema», guardé silencio:
nunca he sido un antisistema.
Cuando vinieron a buscar a los activistas, no protesté, porque yo no era activista.
Cuando vinieron a buscarme,
no quedaba nadie que pudiera protestar.
Pero ¡cuánto nos consuela pensar que esa «banalidad del mal» nos hace inanes ante el mismo y que no tiene nada que ver con la «venalidad del mal», con su capacidad de c o r r o m p e r n o s , q u e n o t ie n e n a d a q u e v e r c o n la v e n a lid a d d e lo s m e d io s « d e comunicación», a menudo solo de propaganda, ocultación y distracción! Como si, cual pequeños Eichmann cotidianos, siguiéramos defendiéndonos con los argumentos de nuestra ignorancia, la obediencia debida, la desinformación o, simplemente, con la lenidad: No es para tanto. O «son cosas propias de seres estúpidos, irreflexivos, psicopáticos» .
Pero el nazismo no suponía una ausencia de moral, sino una cierta moral, una forma de la moral y, por supuesto, una respuesta ética. Como la hemos encontrado también en Sade. Aunque operara según una lógica similar a la moral neocon, que acaba legitimando siempre relaciones, prácticas y abusos mientras que no se singularicen demasiado, mientras sean convenientes al sistema, mientras las capacidades afectivas de los
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ciudadanos puedan aguantarlas sin la revuelta. Para lograr esa inacción se aplican cotidianamente dosis masivas de sado-pedagogía, claro está.
Por eso hoy el mal, o determinadas formas del mismo (las organizaciones perversas), s u e le v e n d e r s e b ie n . E s a e s la v e n a lid a d d e l m a l. P o s e e p o t e n t e s h e r r a m ie n t a s psicosociales y de márquetin para que su venalidad corrompa mentes, grupos, instituciones... Esa es la perversión en el ámbito social. Una venalidad que puede llegar a corromper a pueblos, como los alemanes y los austríacos, o, más tarde, a la mayoría de los franceses de Vichy, estadounidenses ante las guerras de Vietnam, Camboya, Irak, Afganistán o, entre nosotros, a los españoles bienpensantes del final del franquismo y la pos-transición... Esa capacidad de corrupción del mal, de la perversión en nuestros días, necesita todo un trabajo de educación para la perversión, que comienza con la disociación, sigue luego con la negación del mal enfocándolo como algo pequeño, irrisorio,3 y acaba con la auténtica pedagogía de la perversión, tan bien descrita en nuestro Lazarillo de Tormes o, más sádicamente aún, en La filosofía en el tocador, del Marqués de Sade. Recordemos de nuevo las tres lecciones fundamentales del libertino según el «divino marqués»: desaprendizaje de la compasión, lenguaje obsceno y extrema transparencia, pero comenzando, precisamente, con el desaprendizaje de la compasión, la primera tarea que hay que inculcar a las mentes o las instituciones sociales a corromper.
1. Creo que en estos temas convendría recordar a menudo los provocativos señalamientos de Henry-Louis Mencken (1880-1956). Por ejemplo, cuando nos señalaba: «Siempre hay una solución simple, clara y plausible para los problemas complejos... Invariablemente es falsa».
2. En realidad, entre 60 y 73 millones de seres humanos, como acabamos de recordar. 3. La banalización de la venalidad, como acabamos de recordar.
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6. ¿Podemos hablar de un contexto psicosocial de perversión?
Algunos pensadores y antropólogos se plantean hoy en día que la humanidad está accediendo a una nueva etapa de su historia, en la cual intenta superar la desorganización psicótica, la integración siempre parcial y solo conseguida mediante sistemas extremos de m ie d o y a gr e s ió n , p a r a a lc a n z a r u n a o r ga n iz a c ió n m u c h o m á s « n e u r ó t ic a » , m á s intercomunicada, basada en la captación común de nuestro parentesco-en-la-misma- oscuridad-existencial (Stolorow, 2012) y en la percepción del ser humano como «animal logo-mítico» (Duch, 2002). Una organización más fundamentada, por tanto, en la interdependencia y el reconocimiento de la necesidad del otro que en la defensa perseguida y atrincherada de «lo nuestro» y «los nuestros». En este caso, en los sistemas sociales predominarían defensas menos negadoras de la realidad, menos rígidas, mayor atención al sufrimiento humano y a la emocionalidad profunda, mayores capacidades de reparación, sublimación y atención solidaria, en particular con la infancia y los aspectos desvalidos o dependientes de nuestros conciudadanos y nuestras sociedades...
También resultaría sugerente, utilizando comparaciones psicopatológicas similares, hablar de la tardomodernidad como un periodo borderli ne o lími te. Los grupos dominantes de la sociedad, como los pacientes con «trastornos límite de la personalidad» (TLP), estarían utilizando defensivamente diversos mecanismos y defensas, tanto psicóticos como neuróticos, así como organizaciones relacionales perversas, maníacas, obsesivo-controladoras, pero sin una estructuración o una dominancia claras, y siempre en el borde del precipicio, siempre con el riesgo de suicidio colectivo en lontananza...
Suponiendo que esa perspectiva macrosocial sea útil, creo que podemos coincidir en la idea de que, ciertamente, la humanidad parece que ha ido superando progresivamente la desintegración psicótica de la especie: con las salvedades que mencionaremos en el capítulo 8, empieza a poseer una mayor intuición de perspectivas más globales, amplias e integradas de la humanidad como un todo, de la humanidad y el planeta Tierra como objetos totales.
En psicoanálisis, psicología cognitiva y psicopatología hablamos de captaciones de objeto parcial cuando los objetos de nuestras emociones y deseos (personas, cosas, ideas...) son percibidas y vividas de forma parcial e incompleta en función de las necesidades, las emociones y los conflictos del sujeto o de procesos cognitivos alterados. En sus formas más extremas, se trata de una de las características clave de una
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organización psicótica, tanto a nivel individual como grupal. En términos técnicos, se utiliza el término de posición esquizo-paranoide para referirse a esta forma de relación: viene motivada por la persecución (paranoide) y frente a las emociones desbordantes que esta despierta (miedo, ira, asco, vergüenza...) se ponen en marcha defensas, sistemas psicológicos internos para defendernos de esas emociones. Se trata de procesos basados en la proyección y la identificación proyectiva (lo malo no es nuestro, sino de los otros); en la negación (yo no tengo la culpa, la responsabilidad de eso) e incluso la de-negación (los procesos cognitivos negadores llegan a hacerse inconscientes, de forma que son particularmente difíciles de modificar); en la disociación (no me entero de mis errores y de los daños que produzco y, si me entero, los olvido profunda y rápidamente)...
Lo primero que se derrumba en la regresión psicótica o perversa es la posibilidad de sentir culpa reparatoria: pero ser moral es poderse sentir culpable. El infante humano nace ya dentro de una gramática moral omnipresente que engloba ampliamente al ser humano finito (Mèlich, 2014): por ello, se necesita un gran trabajo para revertir o pervertir esas bases morales, embebidas en el cuerpo social y reintroyectadas una y otra vez a través de la modulación del asco y la vergüenza primitivos durante la crianza.
Sin embargo, si nos fijamos en muchas de las situaciones más graves que están ocurriendo hoy en día, hemos de admitir que ese cambio de perspectiva entre una organización social psicótica y una organización social neurótica, más globalmente interdependiente, solo está comenzando. Por ejemplo, si atendemos a las decenas de «guerras localizadas» que se han dado en lo que va de siglo XXI, guerras de las cuales, por supuesto, solo los «terroristas», los los integristas, los musulmanes y los «negratas» son los causantes. Volveremos más adelante sobre el tema pero, de momento, creo que ya puedo hacer explícita mi postura: a mi entender, la organización psicopatológica de la relaci ón que marca o domina hoy nuestras formaciones sociales no es una organización neurótica, sino probablemente, perversa.
¿Cómo hablar de la «banalidad del mal» y no de «venalidad» y «fascinismo» (Chillón y Duch, 2010) ante el hecho de que varios altos ejecutivos de algunas de las empresas generadoras de la crisis político-económica que se reveló en 2008 hayan sido nombrados ministros en varios países europeos (Bodner, 2012)? En todo caso, habría que hablar de venalidad y de lenidad de una clase social y sus servidores para con sus propios miembros. Por si alguien cree que es una exageración y no otra manifestación más de lo que preferiría llamar disociación de la perversidad, recordaría que Tanzania, un país entero, ingresaba en los años del comienzo de la crisis 2200 millones de dólares anuales, que habían de repartirse en forma de bienes y servicios entre sus 25 millones de habitantes (y de forma no igualitaria, desde luego). En el mismo año, Goldman Sachs, esa sociedad de inversiones norteamericana, una de las causantes directas de la crisis político-social internacional, ingresaba 8350 millones de dólares al año de beneficios, que se repartían entre 161 accionistas. Y eso es algo con lo que convivimos diariamente, en lo que no paramos mientes: esa es la perversión, el mal, el Odio encarnado. Como la realidad de que la industria de las armas, de la guerra, sea la principal industria en los países tecnológicos dominantes.
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En nuestro país, se han dado numerosísimas muestras de
o r ga n iz a c ió n p e r v e r s a , d e e s e r e a l f a s c i n i s m o : n o s o lo c o n
omnipresencia de la corrupción política y empresarial, sino en
estructuralmente antihumanos. Por ejemplo, en el primer semestre
el límite de la pobreza otros 300 000 niños, una cifra que hay
millones de niños españoles que ya en ese año vivían bajo ese umbral. Y todo ello mientras los bancos y las empresas corruptas «rescatadas» con dinero público podían hacer negocios, obtener beneficios y hasta repartir dividendos, y las 30 familias dominantes atesoraban tantas inversiones y riquezas como 13 millones de españoles juntos. Ese es el mal, que no hay por qué asimilar simplistamente al poder, sino a determinadas formas y posibilidades del poder venal (corrupto y corruptor) asentado en defensas maníacas.
Como ejemplos ilustrativos tal vez valga la pena recordar aquí dos afirmaciones hechas por sendas autoridades políticas de la derecha española al poco de haber ganado las elecciones nacionales de 2012 mediante el control propagandístico corrupto habitual (y precisamente coincidiendo con el 500o aniversario de la aparición de El Príncipe, de Maquiavelo): «Ya no estamos en campaña; es momento de decir lo que de verdad pensamos», llegó a decir J. A., portavoz del Partido Popular en la Comisión de Sanidad del Senado (Público, 16-4-2012). O «Las leyes, como las mujeres, están para violarlas», declaración realizada por el presidente del Consejo General de la Ciudadanía en el Exterior, J. M. C. (El País, 5-10-2012). Y cabe pensar incluso que al menos el primer personaje no estaba del todo identificado con el aspecto mentiroso y corrupto del comportamiento anterior; que deseaba librarse de ese elemento (uno de los elementos) de la perversión política sistémica de nuestras democracias.
Como decíamos más arriba, podemos hablar de percepción o introyección de objeto total de una persona, una idea o una cosa si se logran captar e introyectar los aspectos fundamentales del objeto y no solo los más aparentes, o brillantes, o simplemente, los que no son convenientes porque no nos generan emociones desagradables. Para ello se ponen en marcha los procesos mentales (y conductuales) que llamamos disociación, negación consciente, denegación (inconsciente) y desidentificación mediante proyecciones masivas (lo malo lo tienen solo los otros; nosotros no tenemos ninguno de esos elementos desagradables o conflictivos). Esa forma de funcionamiento mental («esquizo-paranoide») puede parcializar enormemente nuestra percepción de cualquier objeto y hace que nos lo representemos tan solo parcialmente, con mentalización de objeto parcial.
En ese sentido, la denegación de la verdad, de la mujer, de la humanidad y de la madre tierra como objetos totales es básica en la política y la economía de la derecha mundialmente dominante. La propagación de informaciones, datos y mitos siempre parciales, siempre parcializando los temas y los objetos clave, son a la vez bases y resultados del Odio institucionalizado, del «¡Qué se jodan!», que antes citamos. En el otro lado, la banalización o la negación-disociación de las actividades destructivas y pervertidoras (Steiner, 1985; Tuckett, 2011) y los olvidos más o menos culpables por
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la venalidad de esa la abundancia y la campos mucho más
de 2014 cayeron bajo que añadir a los 2,5
parte de la ciudadanía intentan alejarnos de esa percepción, buscan que no percibamos como dañinos esos mecanismos. Buscan que podamos vivir incluso con buena conciencia, en el sentido que recordaba Horkheimer: «¿Existen todavía infamias que no se hayan cometido alguna vez con buena conciencia?» (citado por Mèlich, 2014). Son formas (disociadoras y masoquistas) de colaborar en esa perspectiva de objeto parcial, des-totalizadora, desintegradora, psicopatológica...
Cuando un sujeto o un paciente mejora de sus percepciones paranoides de la realidad (enormemente parciales, pues la relación paranoide le hace ver la vida y las relaciones desde la estrecha tronera de la persecución), una de las manifestaciones fundamentales del cambio es su capacidad de ver a los otros, a los objetos de sus emociones, sentimientos y deseos, de forma más global, con perspectivas más de objeto total. No solo divididos entre amigos y enemigos, buenos y malos, negros y blancos, terroristas y partidarios del «orden». Esa forma de vivir grupos humanos y pueblos enteros de manera disociada, escindidos unos pueblos de los otros y unos grupos humanos de los otros, y todos y cada uno sintiéndose perseguidos por los demás, esa forma de relacionarnos «en posición esquizo-paranoide», que diría Melanie Klein (1946), puede volver a crecer en la humanidad. Aún no somos plenamente conscientes del paso de gigante que ha supuesto el que el ser humano pisara la Luna. Menos aún, de otro paso que la humanidad dio tan solo unos segundos cósmicos antes: la difusión de la ética y la ideología del «ama a tu prójimo como a ti mismo», toda una revolución cultural con respecto a la visión esquizo-paranoide dominante en los milenios anteriores.
A mi entender, esa elaboración de lo esquizo-paranoide, de lo escindido (esquizo) y de la omnipresente vivencia de persecución (paranoia), a nivel de la especie solo está comenzando. En psicopatología, hay psicoterapeutas que piensan que las organizaciones psicóticas personales pueden evolucionar hacia la neurosis y hacia conflictos más superficiales. Otros pensamos que esa evolución, además de difícil, a menudo pasa por relaciones y momentos en los que predomina la perversión. En ese sentido, me temo que la organización psicopatológica de la relación que hoy domina a nivel psicosocial, si aceptamos cierta validez fractal a estos paralelismos, no es una organización neurótica, sino probablemente, perversa: la importancia del fetichismo, de las diversas formas exageradas de agresión intraespecífica, la defensa ideológica que se hace (con nuestros fondos) de esos excelentes sistemas políticos y formas de transición, las capacidades de entrar en la mente (y el cuerpo) del otro con placer o fruición en esa entrada no aceptada, la elección incluso como presidentes de los dos países más poderosos de la Tierra de dos espías o directivos de espías (el señor Bush Sr. y el señor Putin), ¿qué otra cosa pueden hacernos pensar sino en la organización perversa de la relación? Que es una defensa contra la psicosis, no lo olvidemos. Como las defensas obsesivas, desde luego. Pero una defensa bastante primitiva, parcial y peligrosa para el desarrollo del individuo y de la especie. El control perverso como defensa contra la persecución y el caos: lo contrario de la creatividad.
Además, ya hemos recordado que algunos antropólogos y pensadores (Steiner, 1990; Duch, 2002) han apuntado en repetidas ocasiones que los aspectos de «inhumanidad del
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siglo XX», los aspectos de máxima crueldad (Mèlich, 2014) y perversión (las dictaduras, los campos de concentración, los genocidios contra numerosas poblaciones, la posibilidad real de destrucción total de nuestro planeta, las gravísimas y continuadas distorsiones de la realidad por parte de los mass-media), han acabado por afectar grave y negativamente a nuestro lenguaje, a todas las lenguas humanas. La perversión psicosocial puede mantenerse en parte gracias a la perversión de nuestro léxico habitual que, al mismo tiempo, ha sido causa y efecto de la perversión de las relaciones y los sentimientos humanos (Steiner, 1990). En nuestro tiempo, « el lenguaje de la política se ha contaminado de oscuridad y de locura [...] Mientras en nuestros periódicos, en nuestras leyes y en nuestros actos políticos, no podamos devolver a las palabras algún grado de claridad y seriedad en su significado, nuestras vidas se irán aproximando cada vez más al caos», en opinión de Steiner (1990: 61) y Duch (2002: 459).
La crisis global actual, por tanto, posee un importante componente de crisis gramatical o crisis léxica basada en la perversión del lenguaje y la gramática. El uso del lenguaje como forma de intrusión y dominación es básico en la organización relacional perversa. En ese sentido, «el lenguaje ya no aparece como un camino hacia la verdad demostrable, sino como una espiral o una galería de espejos que obliga al intelecto a regresar a su punto de partida» (Steiner, 1990: 44). Como ya hemos dicho anteriormente, en nuestro mundo, demasiado a menudo las palabras han dejado de servir para «matrimoniar intelecto y realidad». Ese hecho no es sino la continuación de «la crisis del significado del significado» (Duch, 2002), iniciada en el siglo XIX en nuestra cultura, y que ha conllevado profundos disfuncionalismos entre palabra y mundo. En la época contemporánea, ya dominada por la realidad de acumulaciones gigantescas de información y datos, por Big Data, ¿cómo podrían modificarse las relaciones y las expresividades humanas para evitar la incomunicación generalizada, social, es decir, la acumulación de palabras, frases y textos sin real contenido ideológico, emocional, experiencial?
El lenguaje, los juegos de lenguaje y la introyección del lenguaje pervertido y de la realidad doblemente pervertida gracias a él, como ya vimos con el ejemplo del reverendo Dodgson, son fenómenos relevantes para explicar el control de las capacidades de reacción de las poblaciones europeas actuales, en solo seis años estafadas ya por tercera o cuarta vez de forma generalizada. Por ejemplo, mediante el uso masivo y orquestado de palabros tales como mercados, austeridad, ajustes, reformas, cumplir con los deberes, vivir por encima de nuestras posibilidades, co-pago, recortes...
Es cierto que también contra esos aspectos de la venalidad hay conatos múltiples de rebelión... pero que en una y otra ocasión son digeridas desde dentro: «¿Ves? Si enseguida se acaba... Si no vale para nada... No se puede hacer nada...». Como si la sanidad y la educación públicas o los derechos sociales y laborales fueran tan solo entes lingüísticos o instituciones y no bienes comunitarios. Como si se hubieran logrado simplemente por pedirlos y no por lucharlos a lo largo de centurias... Pero es que el miedo está anidado profundamente en nuestras relaciones personales, sociales y, por
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supuesto, ha troquelado nuestro sistema nervioso, produciendo incluso límites biológicos para el uso de la libertad (que siempre significa afrontar el miedo).
Todo ello no puede permanecer si no es en un medio social muy dominado también por la perversión o el terror psicótico. O por la combinación de ambos. Contra la posibilidad de que la humanidad comience a unirse y a vivirse de forma más global, dominados la mayoría de sus miembros por las emociones vinculatorias (placer-alegría, sopresa y búsqueda de conocimiento, tristeza, culpa reparatoria, vergüenza...), se alza todo un uso perverso de los poderes sociales, fundamentados en los poderes económicos, pero que han utilizado ampliamente los conocimientos aportados por el psicoanálisis, la psicolingüística y la psicología social a lo largo de más de un siglo. En el panóptico de Bentham, para mantener la disciplina, los reclusos son aislados y permanecen incomunicados entre ellos. En el panóptico digital de Big Brother, los reclusos son estimulados a comunicarse intensamente, se hacen co-partícipes de su emocionalidad líquida, incluso se desnudan voluntariamente en las redes sociales informatizadas y en los medios de comunicación: participan activamente, a veces con esfuerzo y dolor, en la construcción del panóptico digital y en la expansión de Big Data.
Hoy cada día tenemos sangrientas noticias de las múltiples guerras claramente desencadenadas por intereses sectarios de minúsculos grupos dominantes en nuestras sociedades, y por su casta de servidores y sirvientes. Tenemos noticias bien directas de la guerra contra nuestras propias poblaciones realizada mediante los « rescates» , los «recortes» y demás estafas generalizadas. Acabamos de recordar que tenemos noticias de la entrada masiva en nuestras mentes y nuestros cuerpos (nuestra biología) mediante los sistemas y las técnicas psicosociales, psicolingüísticas y psicofarmacológicas dominantes. Empero, en ningún momento la casta dominante ha manifestado culpa, temor, deseos de reparación, sino más bien una alegría exultante, una bien merecida emanación del triunfo. Vean ustedes cómo aparecen en las fotos, casi siempre con una media sonrisa, con una sonrisa torcida: casi no pueden aguantar dentro de ellos la risa abierta, el regocijo por el éxito de su control, su triunfo, su desprecio...
Por eso en páginas anteriores recordamos el concepto de «defensas maníacas» de Melanie Klein (1934, 1946). Cuando observamos una y otra vez las reacciones de nuestras castas dirigentes ante esas situaciones, creo que hemos de pensar en las actividades y las manifestaciones sociales de control, triunfo y desprecio en esos sistemas cognitivo-emocionales y conductuales para intentar evitar la culpa y la necesaria reparación: controlar todo lo que nos pueda recordar la culpa o el daño producido, con sentimientos de desprecio y triunfo para con los perdedores y para con todos los que intentan recordar ese daño... Y tengamos en cuenta que las defensas maníacas son una parte indispensable de la relación en la organización psicopatológica perversa, según hemos explicitado en el capítulo 4.
Otro resultado del predominio de la organización perversa cada vez más visible en nuestras sociedades son los papeles sociales adoptados por los sujetos en los cuales predomina esa organización de la relación, a los que, en ocasiones se llama «perversos». Se trata de las «artimañas sistemáticas en la relación» o las «imposturas perversas», en el
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sentido de Castilla (2009), que van cambiando con la cultura y la extensión de la corrupción sistémica: el embaucador, el chulo, el voyeurista, el exhibicionista de parques y esquinas, el jugador profesional, van dejando paso al traficante de drogas, al publicista político o comercial, al perverso sexual, al político venal y corrupto, al «conseguidor», al policía intrigante o corrupto, al corruptor profesional diplomado en las bóvedas y las alcantarillas del poder, al político internacional que ha hecho carrera en «paraísos fiscales», al espía... La actuación social de los personajes más dominados por ese modelo de relación se arquitraba mediante la manipulación mendaz y maníaca, con una ideología simil-delirante, con procesos excitatorios basados en objetos sensorialmente desmantelados, troceados, con engaños y falsedad conscientes, con erotización de todos los vínculos en eterno conflicto con el uso del sexo sin psicosexualidad, sino como dominación o como ideología... Sin olvidar tampoco que esa organización de la relación se pone en marcha con el objetivo de evitar las «ansiedades reparatorias» («depresivas», diría Melanie Klein), la culpa y la reparación, es decir, el sentimiento de culpa y la necesidad afectivo-cognitiva de reparar lo anteriormente mal hecho. Más allá, se trata de no sentir siquiera el peligro de la «ansiedad confusional primitiva y persecutoria extremas»: el caos, la revolución, la desestructuración personal... (Bodei, 2014). Por todo ello, la negación de la vinculación en la organización perversa no es tan intensa como en la ruptura psicótica, aunque la organización trata de negar y denegar los vínculos basados en la solidaridad, la esperanza y la confianza o, en una perspectiva más interdisciplinaria, en la alegría, el placer y las emociones vinculatorias.
En ese sentido, el barco de El holandés errante, con su tripulación de no-muertos, puede entenderse con Han (2013) como una metáfora de la sociedad del cansancio. El holandés que «sin fin, ni parada, sin descanso, vuela como una flecha» tiene ciertas resonancias con el ciudadano-consumidor-ejecutivo actual, sujeto al agotador y depresivo rendimiento, cuya libertad dedica a explotarse eternamente a sí mismo, como tantos y tantos ejecutivos de empresas, negocios, gobiernos y bufetes transnacionales... Y todo ello sin saber quién y cómo le han impuesto ese interminable esfuerzo. Pero esa es la esencia psicopolítica del poder tardocapitalista.
A lo largo del siglo XX y principios del XXI, el declive de lo utópico ha coincidido con dos fenómenos trascendentes: por un lado, las utopías alumbradas por el Renacimiento y la Ilustración fueron tornándose distopías a medida que pasábamos a la posmodernidad. Obras como Un mundo feliz, del Aldous Huxley; 1984 y Homenaje a Catalunya, de George Orwell; Farenheit 451, de Ray Bradbury, o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick. Filmes como Metrópolis, de Von Harbou y Lang; La naranja mecánica, de Kubrick; Blade Runner, de Scott, o la saga Matrix, de los hermanos Wachowski, son ejemplos de la conversión del sueño en pesadilla, de la utopía en distopía... Todo ello en el campo cultural, sin aludir directamente al campo social y político, donde situaciones como Auschwitz y la «solución final», las carnicerías de la Primera Guerra Mundial, los fusilamientos en masa en la Segunda Guerra Mundial y la contrarrevolución española, el gulag o algunos epígonos de la Revolución Cultural en
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China y Camboya son las mayores muestras de esa transformación de la utopía en distopía...
Por otro lado, la perversión de antiguas utopías es usada por la ideología fascinista como justificación última de la hictopía, una utopía del solamente ahora. Se trata de imponer como ineluctable un mundo que renuncia a nuevos horizontes, el que interesadamente nos quieren imponer como bálsamo de Fierabrás de los sufrimientos supuestamente provocados por utopías anteriores. Una muestra más de la inteligencia neoliberal para la explotación: la libertad ya no consiste en realizarse mutuamente, solidariamente, sino en triunfar esforzadamente en un escenario aislado, transparente y tenebroso, pero impuesto y autoimpuesto como inamovible.
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7. Eros, Ares, Poder, porno
En el mismo sentido, el amor, el Eros, la (psico)sexualidad tardocapitalista están al dictado del rendimiento, la gratificación inmediata, del «debes ser libre» imperativo. El sexo tiende a ser rendimiento, consecución, triunfo, tanto en la organización perversa como en la sociedad actual. El cuerpo, con su valor de exhibición en escaparates voyeuristas-escoptofílicos, equivale a una mercancía que hay que consumir incansablemente y cambiar por otras sucesivas en la sociedad líquida del sexo líquido de nuestros días. Aunque, en realidad, la psicosexualidad, el amor, la solidaridad implican alteridad: no se puede amar al otro despojado de su alteridad; si no hay alteridad, solo se puede consumir.
El principio del rendimiento para conseguir beneficios rápidos y pasajeros, que hoy domina todos los ámbitos de la vida, se apodera así del amor y la psicosexualidad. En el superventas Cincuenta sombras de Grey, la protagonista de la novela admira que su compañero se imagine la relación «como una forma de empleo, con sus horarios, la descripción del trabajo y un procedimiento de resolución de conflictos bastante riguroso». ¡Vaya placer supuestamente «sexual»!
El amor no es amor si solo implica necesidad, satisfacción y placer; en realidad, solo es compatible con cierto grado de velamientos, sombras, sustracciones y demoras impuestas por el otro y moduladas en la relación. La sociedad líquida del consumo imperativo y constante (Bauman, 2007) intenta suprimir el deseo y la nostalgia del ausente, como suprime la gratitud y la reparación. Por el contrario, el Amor, el Eros, se despereza ante «el otro que se da y al mismo tiempo se oculta», en la sublime expresión de Levinas (1993). Siempre hay algo que reparar, arreglar, algo por lo que nos arrepentimos, o algo que no logramos alcanzar.
A menudo se nos escapa el latigazo de poder y coacción que subyace en la proclama liberal de sé libre. Solo observando con cierto descentramiento el uso perverso y continuo de la guerra y la destrucción (Ares) por parte de esas supuestas «sociedades libres», podemos entrar intuitivamente en contacto con la otra cara de la libertadtardocapitalista. Libertad reservada, por supuesto, a un reducido grupo de países y, dentro de ellos, a una reducidísima élite dominante y a su casta de servidores. La libertad se manifiesta así en nuestro «primer mundo» como un doble vínculo, una paradoja endiablada: precipita al sujeto en el rendimiento compulsivo, y, según algunos, en la depresión y el agotamiento (Han, 2013). El tú puedes ejerce incluso más coacción que el tú debes. Y el que fracasa en la libertad imperativa es, además, culpable: debe ser «nominado», marginado de «la Casa», incluido en «listas negras», arrojado a las tinieblas exteriores, o, como poco, amenazado de ello. Y está condenado, cual Prometeo
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y Sísifo, a llevar siempre su culpa, pues no se le permite proyectarla en nada ni nadie dentro del grupo de elegidos. Ese sería un fracaso peor, su propia condenación, su autoexclusión del mundo de los bellos, di námi cos e i ncansables ejecuti vos transnacionales que batallan esforzadamente... ¿Para qué y para quién? El capitalismo monopolista de Estado en su fase tardocapitalista es solamente endeudador.
Pero el esclavizado prefiere la esclavitud a la muerte amenazante. Se aferra a la mera- vida. Aunque, con Gaff, el policía-retirador retirado, el personaje de los «origami» de Blade Runner, tendríamos que pensar «Pero ¿qué vida?»: ¿la del replicante, la del ciborg, la del cazador de replicantes autonomizados, la del humano domesticado, la de la víctima masoquista?
Eros implica el exceso, la transgresión. Es la expresión máxima de la vida, al tiempo que niega la mera-vida. Como el amor-philia de Roy, el replicante de Blade Runner le lleva, en su final, a salvar a su «retirador», en otra vuelta de tuerca más de su capacidad humana de transgresión, de desobedecer los mandatos de sus «programadores». Porque la transgresión y la capacidad de transgresión son también la base de la sociedad, de la vida humana, del amor...
Por eso, en su comentario de El Banquete de Platón, Marsilio Ficinio afirmaba (¡ya en el siglo XV!) que el amor es « la peste maravillosa» , la matriz de todas las transformaciones, pues enajena al hombre de su propia naturaleza y lo extraña de sí mismo. Amor significa también morir en el otro: «Sin duda, cuando te amo, al amarte me reencuentro en ti, que piensas en mí, y me recupero en ti, que conservas lo que había perdido por mi propia negligencia». (He ahí un buen e inspirado resumen de la «teoría de la mente»... 500 años antes de Premack y Woodruff y del Blade Runner de Dick y Scott). La primacía del otro distingue el poder de Eros de la violencia de Ares, el Odio, el resentimiento. El poder de Eros implica el perderse, al abandonarse, otras formas de relación.
En una sociedad donde cada uno fuese empresario de sí mismo dominaría una economía de supervivencia (Han, 2013, 2014). El Amor, en cualquiera de sus formas (philia, eros o agapé), niega y debe negar esa primacía total de la economía y lo económico. De ahí la reivindicación del placer y del ocio, del poder de lo inútil (Ordine, 2013) como re-negación del neg-ocio, de una auténtica economía como reapropiación de la econosuya dominante.
El peligro de una sociedad totalmente transparente, falsamente democrática, es que, entre otras cosas, perdería la ternura, una forma de vinculación biopsicológica a la alteridad basada en la vulnerabilidad, un sentimiento que proporciona la mejor muestra de la profundidad biopsicosocial de los vínculos humanos más significativos. En nombre de la transparencia (la desnudez buscada por el perverso) se eliminarían todas las retiradas discretas. Porque en este ámbito se cae a menudo en una confusión entre la necesaria transparencia política y la imposible e indeseable transparencia sociológica, antropológica y psicológica: si ambas coincidieran, resultaría imposible el Eros y, también, ir contra el sistema. El reino del mundo feliz de Huxley y Orwell sería ya el reino dominante.
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En similar sentido, el porno está en los antípodas del Eros. Puede ser incluso más eficazmente represor que la moral. La subyugación del perverso por lo porno tiene que ver con su forma de vivir el cuerpo propio y el ajeno: como carne trémula sin psicosexualidad. La psicosexualidad, el amor, Eros implica siempre un anclaje inmanente y trascendente de alteridad y ausencia experimentada. De lo pornográfico llega a decir Han (2014a: 47) que «recibe su fuerza de atracción de la anticipación del sexo muerto en la sexualidad viva». Lo obsceno del porno no consiste en un exceso de sexo, sino que allí no hay sexo (psicosexualidad en mis términos): es decir, no hay vinculación entre sexo y búsqueda, negación, alteridad.
Al amor fetichizado, perverso, fetiche tardocapitalista, le falta la negatividad de la alteridad, que marca los sublimes acordes del encuentro de dos. Por eso huye de la ternura. Tiende a situarse en el territorio del porno o más allá de sus fronteras. La pornografía y la perversión llevan a lo habitual, lo predecible, lo controlado, la estereotipia, porque necesitan borrar la alteridad. Su consumidor no tiene ni siquiera un otro sexual, o un desconocido sexual. Es la escena del uno, la esencia del narcisismo. Por el contrario, el amor como escena de dos des-habitúa y reduce el narcisismo. Produce rupturas y rupturas del ensimismamiento narcisista, derrumbes de las defensas maníacas, profundas alteraciones de la cotidianidad, lo habitual. Lo contrario del amor-consumo del tardocapitalismo, que aflora abiertamente en algunos eslóganes de portales de encuentros como Meetic: «¡Se puede estar enamorado sin caer enamorado!» o «¡Usted puede perfectamente estar enamorado sin sufrir!». He ahí francas declaraciones de la imposible posibilidad del amor como consumo y confort perfectos.
El juego con la ambigüedad y la ambivalencia, los secretos, las sombras, los velamientos y los enigmas aumenta la tensión erótica. La transparencia es la muerte de Eros. En su extremo, el juego por el juego, la ludopatía de la seducción, nos recuerda los primeros tanteos de algunas organizaciones perversas, como en Carroll y su Alice, que no olvidemos que inicialmente se llamó Las aventuras subterráneas de Alicia y no Alicia en el país de las maravillas, su segundo título, mucho más negador y maníaco.
Violencia, uso abusivo y perverso del poder, de-sublimación represiva de la sexualidad y la agresión, es lo que trasluce también la desnudez sin recovecos, pornográfica. El cuerpo que se hace carne. Por eso el perverso sádico intenta por todos los medios que aparezca la carne; lograr, como el Carroll caza-niñas, que el cuerpo del otro, el cuerpo de las niñas, adopte poses y actitudes que tienen que ver con la transparencia-desnudez totales y la estereotipia, es decir, lo controlado-habitual, la falta de alteridad. Ares aparece así también en la desnudez pornográfica. El cuerpo que se hace carne trémula y corrompible. Por eso el perverso sádico intenta por todos los medios que aparezca la carne; lograr, como el reverendo Dogdson, que el cuerpo del otro, el cuerpo de las niñas, adopte poses y actitudes que pongan de manifiesto la obsceni dad, es decir, la estereotipia, la falta de gracia, la falta de alteridad, defensas, velamientos.
Lo perverso hoy necesita transparencia máxima, desnudez pornográfica, control unidimensional, panóptico benthamiano, algo bien diferente de la pasión amorosa, de la emoción que arrebata y mueve, puesta de relieve incluso en la etimología del propio
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término de e-moción (movimiento o impulso, aquello que te mueve hacia...). La sociedad totalmente transparente, como «la casa» del Gran Hermano, como el panóptico de Bentham, se conformaría así como una sociedad pornográfica, transparente en una sola dirección, como los espejos unidireccionales. Y en el lado no visible vive aposentado el perverso. La política sin referencias políticas, sin teorías, sin programas, sin discusiones, sin conflictos, degenera en encuestas y referendos y, en el límite, en mera poli cía.
Pero más acumulación de datos y estudios no significa necesariamente más verdad; ni siquiera más verosimilitud, incluso en el reino de la «Medicina Basada en las pruebas» (Tizón, 2002, 2007, 2011). Se sabe que hay errores, desconocimientos, historicidad, sesgos culturales, sesgos económicos y, sobre todo, trampas y tramposos. Hasta se vota y elige una y otra vez a los tramposos. No solo en política, sino también en ciencia, tecnología, organizaciones empresariales...
En la medicina, y particularmente en la psiquiatría actual (dada su relación directa con las técnicas de control neoliberales), acabamos de sufrir unos años de dominio ideológico del Big Data, de la «medicina basada en la evidencia» como otra forma de acallar el pensamiento y la divergencia. Su sacralización ha sido y es aún una muestra transparente de cómo Big Data, el dataísmo extremo, no es sino una delusión, en el sentido psicopatológico del término (autoengaño o ilusión mantenida con fuerte convicción). Ha sido otro pseudópodo más del sueño-delusión de la psicopolítica digital, de Big Data, de la delusión de que la acumulación de datos proporcionará la verdad, la transparencia, un futuro deseable y predecible. Eso ha podido suceder precisamente en un momento histórico en el que podemos coleccionar y ordenar cantidades ingentes de datos: es el tiempo de Big Data, en parte contemporáneo y en parte posterior a Big Brother. Es un tiempo en el cual se ha erotizado la acumulación de datos, la acumulación de archivos y dosieres, hasta el extremo de que hay quien puede afirmar que los dataístas actuales copulan con datos (Han, 2014).
Ese dataísmo no es sino el penúltimo coletazo del empirismo extremo y ramplón, y, como tal, ha mostrado en pocos años su desnudez: la acumulación de datos no puede evitar el influjo de la política, el influjo del poder... Ni siquiera puede evitar que, a pesar de «la nube de datos», podamos ir observando cada vez con mayor claridad la perversión del poder omnímodo de la ideología neoliberal, seudoliberadora, adoctrinadora, endeudadora.
Ese es otro pseudópodo del mal, otro mal que no hay por qué asimilar simplistamente al poder, sino a determinadas formas y posibilidades del poder corrupto asentado en defensas maníacas.
En efecto, el poder puede implicar placer. No necesariamente placer erótico, la así llamada «erótica del poder». Me estoy refiriendo aquí incluso al poder-potestas, que alude a la capacidad del individuo o el grupo de ser fuente del bien y del mal, de hacerse obedecer; de un poder que se orienta hacia la heteronomía. Se trata de un concepto que hay que diferenciar del poder-autoridad introgenerados, que deriva de auctoritas y augeo, la capacitación de la autonomía y el poder que crecen desde dentro. Pero incluso
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el poder-potestas se ejerce no solo en y desde las alturas, sino en todas las instancias sociales e incluso personales: es el poder capilarizado, la microfísica del poder, en la acertada metáfora de Foucault (2005). La idea de la capilarización del poder señala la omnipresencia del poder y la búsqueda del poder en todas las instancias sociales y personales, y nos evita consideraciones simplistas y maniqueas del poder del tipo «El Poder es el mal».
Hemos de incorporar una visión no satanizante del poder, una perspectiva mucho más compleja, más de objeto total de ese concepto y esas vivencias. Si así lo hacemos, podríamos admitir que, además del placer y el supuesto erotismo del poder, hay otras emociones agradables, no angustiosas (en lo que pueda significar hoy ese término si se parte de una psicopatología de las emociones), que están implicadas en el ejercicio del poder y en el placer del poder: por ejemplo, el placer del seeking, de la búsqueda de conocimiento, el placer de la consecución de la alegría-placer, el placer de distribuir el bien, el placer de manejar la sorpresa, el placer de manejar y distribuir el miedo y la ira para modificar el entorno... Cuantos más hombres sean libres y cuanto más libres sean los hombres en su relación recíproca, tanto mayor es el placer de poder determinar la conducta de los otros, mantenía Foucault en La hermenéutica del sujeto (2005). El placer de los políticos profesionales o alternativos por su trabajo no siempre es corrupto, venal, narcisista, solipsista... Puede incluir varias emociones vinculatorias, sentimientos de solidaridad, creatividad, placer en los juegos complejos, placer en la seducción... No es el manejo del poder lo que crea la «casta política», sino la servidumbre voluntaria e incluso gozosa al poder venal.
A diferencia del placer buscado en la organización perversa de la relación, el juego del poder puede ser un juego estratégico. Al menos en teoría, se juega en espacios y horizontes abiertos. El placer puede ser mayor cuanto más abierto es el juego, al menos al principio. He ahí el placer de los juegos complejos. El problema antropológico y social no es el poder y el placer en el poder, tan humanos, sino el placer en el poder cuando se derrama como relación intrusiva o perversa. Porque, si predominan el narcisismo y el solipsismo sobre la solidaridad, es fácil que el placer del poder, y el poder mismo, devenga en placer en la corrupción en sí misma, como máxima expresión del poder venal.
Por el contrario, el amor, en cualquiera de sus formas, hace posible una experiencia del otro en su alteridad, rompe el espejo cerrado del narcisismo. Por ejemplo, la gratitud hacia nuestros ancestros y semejantes, el «ama a tu prójimo como a ti mismo», pone en marcha la ruptura epistemológica y psicológica fundamental: el descentramiento de sí mismo, los sublimes acordes del encuentro intersujetos. Frente a la escena del uno, la esencia del narcisismo, los conflictos del Eros, el amor como escena de (al menos) dos, que deshabitúa y reduce el narcisismo. Eros tiende a producir, una y otra vez, rupturas y más rupturas en el ensimismamiento narcisista, en las defensas del control, la cotidianidad, lo habitual, las defensas maníacas... Hasta el lenguaje y el pensamiento se hacen más perturbadores, inquietantes, menos unidimensionales, menos estereotipados en el momento en que son tocados por el aletazo del Eros, la psicosexualidad no
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productivista, no predeterminada. Por eso en los Diálogos de Platón, Sócrates, amado y amante, a diferencia del flautista Marsias, no necesita aditamentos externos: seduce y embriaga con la palabra.
Sin embargo, el Poder siempre incluye intrusión y, por tanto, la tendencia hacia la relación intrusiva y, más allá, la posibilidad del desarrollo de la organización perversa. Cuando la perversión triunfa, ya no se tolera el juego abierto, democrático, variable, alternativo: es el triunfo de lo unidimensional, de la venalidad, de la transparencia pornográfica. Por eso Nietzsche nos recordaba en Más allá del bien y del mal que puede haber bondad en la astucia, porque el espíritu necesita una máscara... O, remedando al mejor Ulises, Astucia es mejor que violencia.
Evidentemente, todo lo anterior en nuestro mundo puede manifestarse en tanto que una perversión de la ética y de los valores, como una y otra vez se lamentan los medios de comunicación de la derecha conservadora bienpensante y de la derecha socialdemócrata. Pero es una perversión mucho más profunda y radical de lo que se suele decir y pensar: ya hace decenios que estábamos tolerando que una ética de la solidaridad-placer-bienestar de los seres humanos se fuera pervirtiendo por el beneficio privado-egocéntrico y narcisista y el utilitarismo social. Y esa desviación afecta tanto a situaciones microsociales como a las más macrosociales: desde el tendero que se alegra de poder vender con engaño productos viejos o caducados, hasta la venta internacional de órganos humanos y la venta al por mayor de los programas electorales que todos saben mentirosos, pero miran para otro lado para no preguntarse por qué mienten y quién financia tales mentiras. Y hasta acuden a votarlos «con la pinza en la nariz»...
Al parecer, no quedan ya far West para la corrupción de los principios éticos fundamentales. Ni siquiera el de preservación de la vida. Las continuas guerras generadas precisamente por los grupos dominantes de los países cultos del globo para apoderarse del agua, los recursos o la fuerza de trabajo de continentes enteros, cuando no simplemente para vender armas, son una buena muestra de ello. ¿Por qué iban a dejarse de pervertir la medicina, la educación, las competiciones paralímpicas, los expedientes de regulación de empleo, la formación de los parados, las subvenciones para la dependencia, la información privada sobre personas privadas o públicas, la extracción de órganos a personas vivas para trasplantes, los conciertos económicos para las residencias de ancianos o para las guarderías?1 Como hace muchos años denunciaba la banda musical Las Madres del Cordero, «todo se compra, todo se vende, todo es pura mercancía».
En esas situaciones de perversión o protoperversión sadomasoquista, el miedo, los metamiedos y su manejo por los grupos dirigentes y sus «intelectuales orgánicos» están jugando un papel descollante. Entre otras cosas, porque, como ya hemos dicho, nunca en la historia de la humanidad se había adquirido un conocimiento tan amplio sobre las emociones fundamentales y sobre el miedo y los metamiedos sociales como parte de ellas. Los descubrimientos científicos del psicoanálisis pusieron de relieve la importancia de estos temas y, si bien estamos aún en momentos primitivos y rudimentarios de su comprensión y de su estudio, resulta ya patente su importancia en la cultura y en todos los ámbitos de la vida y las relaciones humanas.
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Es un tema que una y otra vez discutimos entre los que estamos interesados por la prevención precoz de las psicosis y la psicopatología grave (Tizón, 2013). Para lograrla, la sociedad debería poder identificar los signos precoces de psicosis (y, en el caso que ahora nos ocupa, de perversión). Tal vez no estemos preparados para ello. Pero podrían existir al menos dos vías generales para hacerlo: aumentar el control social sobre esas conductas desviadas y ya desde la infancia, peligrosa vía donde las haya, o, por el contrario, radicalizar otro modelo de sociedad basado en relaciones interpersonales más amplias, abiertas, en una mayor transparencia de la instituciones, con menos autodefensas de casta para los que dirigen la estructura social o apoyan las políticasperversas... Predominio de Ares y Jano o predominio de Eros, Philia y Agapé.
De momento, parece que los poderes fácticos y mediáticos están apostando por la primera posibilidad, por la primera vía, pero consolándonos con referencias a la «banalidad del mal» y la «levedad del mal» al tiempo que difunden dosis masivas de miedo desimbolizado. Por ejemplo, mediante la contemplación comprensiva y el apoyo moral que nuestros medios de desinformación y persuasión conceden a «agentes de Occidente» que, después de dejar a sus niños en el colegio, planifican uno o varios asesinatos (o decenas de ellos), tal vez mediante drones, en cualquier país remoto; o preparan una sesión de tortura sistemática de un congénere desprovisto de todo derecho(Homeland, de la Fox). He ahí de nuevo la dura realidad del uso descarnado del miedo y la ira, la amenaza, la agresión y la destrucción sin necesidad de justificación o sublimación. El espía torturador en una secuencia aparece como un amable paterfamilias en la siguiente, un Eichmann cualquiera, sin que eso se presente como una contradicción o un conflicto, sino como algo connatural en nuestro sistema de vida ¿americano?
De ahí el espanto de los poderes establecidos ante los escraches, ante la demostración pública y transparente de la venalidad y no banalidad de los detentadores del poder. Los escraches, como otras medidas de profundización de la democracia (sistemas de revocación de los cargos electos, control penal de sus promesas, afirmaciones y mentiras, limitación de la permanencia en la política representativa, utilización de las redes sociales informatizadas para el debate y la decisión políticos y económicos) deben tener muy en cuenta que hoy toda banalización del mal es venal como, en general, hemos de pensar de la perversión.
1. Campos, todos ellos, en los cuales en la Europa del siglo XXI se han denunciado delitos, graves escándalos y corrupciones.
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8. La falta de conciencia de la globalización de la especie
Ahora bien, decíamos que la organización perversa de la relación es una organización basada en el predominio de la posición esquizoparanoide, de la «ideología interna», de una perspectiva de «objeto parcial», del narcisismo corrupto y destructivo y, por tanto, de la envidia, el odio y el resentimiento (Escario, 1995), la desconfianza, la desesperanza, la incontinencia... Si eso es así, ha de tener repercusiones en un objeto interno que, a pesar de todo, se ha ido extendiendo en los últimos siglos en la cultura humana: el objeto interno humanidad, el objeto interno Tierra para todos. Cuando se dice que derecha e izquierda no pueden diferenciarse, aquí tenemos una forma clara de hacerlo: por el lugar central o periférico que en sus respectivas ideologías juega ese objeto interno (la madre- tierra, en toda su profundidad, como objeto total).
Los mercados y la transmisión de la información están globalizados y las redes sociales informatizadas han contribuido de forma decisiva a esa conciencia de globalización. Esa es la otra cara de Big Data: también puede devenir Global Web & Global World (la gran red, la red global). La «visión de 360 grados de cada sujeto y grupo» que prometen las grandes corporaciones del manejo y venta de datos de ciudadanos como la norteamericana Acxiom (empresa de venta de datos con un negocio anual de 1150 millones de dólares), también puede convertirse en una perspectiva del mundo de 360 grados. La alternativa (y la contraposición) cada vez está más clara: o unasociedad de clases digital, donde poblaciones enteras son clasificadas en 70 categorías desde waste (basura), por su escaso poder adquisitivo, hasta shoting stars, o un comunitarismo ecológico global y radical que sepa utilizar la Global Web para frenar el salvaje autoritarismo uniformizador de Big Data.
En realidad, el sueño ecologista de la segunda mitad del siglo XX, una perspectiva ecológica de Gea y Deméter, de la Humanidad toda, ha ampliado enormemente su apertura y su alcance poblacional. Ha llegado la hora en que es imposible solucionar temas importantes en un país, incluso a nivel comunicacional, de mensajes y metamensajes, sin pensar en la tierra, la madre-tierra como totalidad, sin utilizar una perspectiva ecológica que hace medio siglo se consideraba radical. Todo un progreso para la humanidad, pero que tiene que ir de la mano de un cambio en la visión de nosotros mismos, de los seres humanos: al tiempo que valoramos la individuación y la autonomía, hemos de valorar nuestra infinita finitud y nuestra fugacidad como entes concretos de esa totalidad y de esa historia.
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Los etólogos nos han mostrado que durante al menos doce meses la cría del chimpancé es más inteligente y hábil que el infante humano. Igual ocurre con respecto a varios mamíferos (Echeverría, 2007). El «animal superior» es el animal inferior durante al menos ese tiempo (y, en algunos casos, para toda la vida). He ahí una razón científica, y no solo ideológica o moral, para colocar los valores de la solidaridad-amor como básicos e indispensables para la supervivencia de la especie (y de cada individuo), y la perspectiva de la humanidad como objeto total en tanto que objetivo a alcanzar con cierta urgencia.
Hemos de saber enfrentar, pues, la insoportable levedad del ser, utilizando el título de Kundera (1984), aunque con una perspectiva ideológica diferente a la del novelista checo. Como dice Bodei (2014: 15), «cada generación se inserta en una comunidad de vivos que descienden de una larga secuencia de muertos, comparte el destino de su tiempo y se prepara para engendrar a su vez una nueva oleada de vivos». La percepción de la generatividad y de la integración en ese flujo, la intuición (¡solo intuición!) de la intersección entre biografía e historia, hasta ahora solo le era concedida a muy pocos seres escogidos de la especie. Sin embargo, hoy crece abrumadoramente la conciencia de que todos estamos embarcados en una nave espacial llamada Tierra, cuyos indicadores climáticos, energéticos y de bienestar están sonando en sanguíneas y frecuentes alarmas. Y esa alarma es hoy especialmente perentoria para todos, pues, al menos de momento, ni siquiera existe la posibilidad insolidaria de tirar del freno de emergencia en un «que pare el mundo, que yo me bajo»...
Esa conciencia ecológica radical, de la tierra y la humanidad como objetos totales y de su interpenetración como un nuevo objeto total; esa conciencia radical de que los otros (comunistas, árabes, judíos, inmigrantes, negratas, sudacas, refugiados, estadounidenses, hindúes, chinos...) son como nosotros, y de que tenemos el mismo destino que ellos, había comenzado a arraigar en la humanidad, al menos desde el pensamiento heleno clásico y las enseñanzas védicas, tántricas, budistas, taoístas... Sin embargo, se desarrolló y difundió masivamente en nuestra sociedad en la segunda parte del siglo XX gracias, por cierto, a desorgani zados, i lusos, fracasados, ri dículos y derrotados hippies y a algunos de sus epígonos sesentaiochescos... La posibilidad de vislumbrar la humanidad y el mundo como objetos totales, antes patrimonio tan solo de excelsos pensadores o religiosos, ha pasado a ser algo mucho más común, popular y cotidiano, particularmente a partir del desarrollo de los movimientos sociales impulsados por el movimiento político globalizado de la «Democracia Real Ya». De ahí que una y otra vez los diversos centros de poder paranoide del mundo difundan cada vez más perentoriamente los mensajes de escisión-disociación de la humanidad, sus perspectivas de objeto parcial, que diferencian radicalmente a los «terroristas» y a los «antisistema» (antes comunistas, antes revolucionarios...) de la « buena (y sumi sa) gente» . Eseaplanamiento y esa parcialización de la conciencia de nosotros mismos, del otro y de la humanidad toda son básicos para la implantación de la cultura y la civilización neoliberal, una seudodemocracia de espectadores-consumidores.
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La negación de la humanidad y la madre tierra como objetos totales serán, pues, elementos básicos de la psicopolítica y la econosuya con afanes totalitarios. En el otro lado, la lenidad para con la venalidad, el olvido, la banalización o la negación- disociación de tales actividades esquizoparanoides (Steiner, 1985; Tuckett, 2011), que intentan alejarnos de esa percepción, que buscan que no percibamos como dañinos esos mecanismos, son formas de colaborar en esa perspectiva de objeto parcial, des- totalizadora, desintegradora, psicopatológica...
Ya he utilizado en otra ocasión (en el tratado Pérdida, pena, duelo, 2004, 2013) la cita que sigue, pero me gustaría aquí volver a recoger una de las más cálidas y amargas aproximaciones a esta perspectiva de objeto total, de unidad entre Gea-Deméter y sus hijos. Tal vez la cita haya sido deformada por los transmisores de la misma (Speidel, 1978) pero, en último extremo, parece que fueron los argumentos fundamentales del discurso con el cual el caudillo Seattle, «gran jefe» de la tribu de los Suquamish, contestó al presidente de los Estados Unidos de Norteamérica en 1855. Tras siglos de guerras de aniquilación, los colonos blancos, organizados ya como Estado, deseaban comprar a los Suquamish las tierras que hoy forman el Estado de Washington. Seattle, en nombre de su pueblo, entre otras consideraciones, les respondía como sigue (Speidel, 1978: 791):
¿Cómo podéis comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esta idea nos resulta extraña. Ni el frescor del aire ni el brillo del agua son nuestros. ¿Cómo podrían ser comprados? Tenéis que saber que cada trozo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. La hoja verde, la playa arenosa, la niebla en el bosque, el amanecer entre árboles, los pardos insectos... son sagradas experiencias y memorias de mi pueblo. Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra cuando comienzan el viaje a través de las estrellas. Nuestros muertos nunca se alejan de la tierra que es la madre. Somos una parte de ella y la flor perfumada, el ciervo, el caballo y el águila majestuosa son nuestros hermanos [...].
Por eso, cuando el Gran Jefe de Washington nos hace decir que nos quiere comprar las tierras, es demasiado lo que pide. Si os las vendiéramos, tendríais que recordar que son sagradas y enseñárselo así a vuestros hijos... También los ríos son nuestros hermanos porque nos liberan de la sed, arrastran nuestras canoas y nos procuran los peces. Si os vendiésemos las tierras, tendríais que recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos y también los vuestros. Los tendríais que tratar con buen corazón [...] ¿Qué clase de vida tiene el hombre que no es capaz de escuchar el grito solitario de la garza o la discusión nocturna de las ranas en torno a la balsa? Soy piel roja y no lo puedo entender.
El hombre de piel roja es conocedor del inapreciable valor del aire, pues todas las cosas respiran de su aliento. Pero parece que el hombre blanco es incapaz de sentir su aroma, como si estuviese en agonía y asfixia de varios días. Sin embargo, si os vendiésemos las tierras, tendríais que dejarlas en paz y saborear la dulce brisa por entre las flores de la pradera.
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[...] Y es preciso que vuestros hijos sepan que todo estrago causado a la tierra lo padecerán sus propios hijos. El hombre que escupe a la tierra a sí mismo está escupiendo.
De una cosa estamos bien seguros: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida, pues solo es uno de sus hilos y está tentando a la desgracia si osa romper esa red. Estamos bien seguros: todas las cosas están ligadas como la sangre de una misma familia. Si ensuciáis vuestro lecho, cualquier noche moriréis sofocados por vuestros propios excrementos. [...]
¿Dónde está el bosque espeso? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció... Así se acaba la vida y comenzamos tan solo a sobrevivir... (Gran Jefe Seattle, 1885).
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9. El envejecimiento de los sistemas políticos y la democracia
Por todo ello, pase lo que pase con los fenómenos sociales de «los indignados», Democracia Real, Podemos, 5 Stelle y demás movimientos sociopolíticos nacidos como respuesta contra la actual crisis, esa es la dirección del futuro: o Democracia Real o Barbarie uniformizadora basada en la perversión. Aunque la barbarie se disfrace de bienestar y crecimiento sostenible, de educación (¿o acumulación de preceptos?), de cultura (¿o acumulación de datos, estímulos, «emociones líquidas» y experiencias líquidas?), de prudencia (¿o negación del miedo?), de consenso o incluso de pactos y acuerdos (¿o negación de las diferencias y banalización de los conflictos?). La realidad subyacente, sin embargo, estremece: sucesivos actos de desobediencia civil de arriesgados ciudadanos ya han mostrado de forma irrefutable la extensión y el poder e n o r m e s d e B i g D a t a , d e lo s m ú lt ip le s s is t e m a s p a r a c o n t r o la r t o d o t ip o d e comunicación, informatizada o no, puestos en marcha por diversos grupos y castas dirigentes, principalmente norteamericanos, pero también europeos, rusos y chinos. Hoy no puede quedar ya ninguna duda razonable de la enorme extensión de esos sistemas ilegítimos, ilegales y antidemocráticos de control social (Echelon, Prisma, megacentros de almacenamiento de datos como el de Utah, corporaciones privadas dedicadas a la compraventa de datos sobre los ciudadanos, etcétera). Están convirtiendo nuestra ya achacosa democracia en una especie de decorado de cartón piedra que simula pero impide una participación real de las mayorías y las minorías en la cosa pública.
Hemos mencionado más arriba, siguiendo a Echeverría (2007), los doce tipos de valores básicos en nuestro momento cultural (básicos o primarios, epistémico-cognitivos, tecnológicos, económicos, militares, políticos, jurídicos, socioculturales, ecológicos, estéticos, religiosos y morales). Ello significa la necesidad de un pluralismo axiológico dodecaédrico (pero no líquido) como sustento de nuestra moral y nuestra vida colectivas. El colocar un valor como hegemónico, dominando absolutistamente sobre el resto, se halla en la raíz de todos los totalitarismos, tanto personales como sociopolíticos. No puede sino traer males humanos: las guerras religiosas de siglos pasados son un buen ejemplo de los peligros del absolutismo de los valores religiosos, como la actual crisis sociopolítica de acoso y derribo de la democracia es un buen ejemplo del absolutismo de valores económicos parcializados...
Maquiavelo fue uno de los primeros pensadores que defendió la primacía absoluta de los valores políticos con respecto al resto de los valores, incluyendo los morales o los económicos. Ninguna acción de «el príncipe» está vetada con tal de preservar el bien
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supremo: la Patria o el Estado. Y esa valoración hegemónica sigue bien viva en los Estados y en la cultura política actuales: por ejemplo, la estabilidad del Estado es uno de los valores supremos, por encima de otros muchos. De ahí que las metáforas (y la realidad) bi opolíti cas hayan hecho carne (nunca mejor dicho) en el pensamiento político, moral, filosófico y militar de nuestros días: seguimos hablando de «vertebrar un país», «vertebrar un ejército» u otras organizaciones sociales, de los «cuerpos y órganos del Estado»... Ese monismo axiológico envejecido y biologista es otro de los indicadores de la falta de pluralismo de nuestras democracias y del empantanamiento progresivo en el que, durante siglos, han ido cayendo nuestros sistemas sociopolíticos de organización. Como ya argumentaba Kropotkin (1902), tanto la guerra inevitable de Hobbes como el «buen salvaje» de Rousseau son dos mitos filosóficos (hoy simplemente ideológicos). Ni la naturaleza implica forzosamente armonía ni es una guerra de todos contra todos. Cuando los valores políticos (o cualesquiera otros) se han convertido en absolutos, han generado ideologías perversas que se han encarnado en males descomunales para la especie. Y eso es lo que viene pasando ya desde el advenimiento de las modernas democracias, en la actualidad tomadas por asalto por la oligarquía de la econosuya como valor absoluto.
Hoy ya sabemos que el sistema de convivencia democrático, con más de veinticinco siglos de antigüedad, ha de reformarse urgentemente. Para los que no lo supieran, los nuevos movimientos de contestación lo proclaman de forma explícita y actualizada: la democracia actualmente no puede significar lo mismo, ni puede estar organizada de la misma manera que en los tiempos en los que en nuestras tierras los líderes anarcosindicalistas y republicanos la propagaban a costa de sus sudores y sus vidas, cruzando Despeñaperros, Os Ancares, el Bruc o los Pirineos cargando con ideas y con libelos sobre sus propias espaldas y sobre los lomos de sus asnos, mulas, caballos...
El mundo ha cambiado enormemente, y mucho más desde la existencia de la web, pero la organización de la democracia en los pueblos tecnológicos contemporáneos se ha desarrollado paupérrimamente desde el pionero parlamento democrático islandés (el Alþing o Althing, en el año 930). Parece que el egocentrismo del narcisismo y la perversión han invadido las posibilidades de crecimiento y desarrollo, intentando paralizar tal desarrollo en una mera agrupación de espectadores-consumidores. Como si cierta autosatisfacción complaciente, otra manifestación del narcisismo, hubiera dominado las posibilidades creativas de amplias capas de la población, posibilidades siempre vinculadas con los conflictos, las dudas, los replanteamientos, la culpa, las emociones experimentadas con profundidad y no líquidas y consumibles...
Realmente, nos estábamos instalando maníacamente en una especie de narcisismo cultural: el entramado interno de la dominación del Big Brother inicialmente amable. Hoy Big Brother ya no tiene que perseguir a todos y en todo momento. Muchos se persiguen a sí mismos mediante la autoexigencia compulsiva y reniegan de los sistemas democráticos de solidaridad y apoyo mutuo, tanto para sí como para los demás. En consecuencia, Big Brother hoy puede adoptar la apariencia de un consolador de tan inagotables afanes y trabajos, y utilizar formas de dominación más internas,
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psicopolíticas: amablemente nos consuela para que el entramado de dominación sea convenientemente introyectado por todos nosotros como la mejor de las hictopías, en la cual la libertad lleva a la autoexplotación.
En realidad, capas crecientes de la población, por mor de la organización tardocapitalista del trabajo, han vivido y están viviendo en grandes penurias emocionales que, por un lado, les llevan a la autoexigencia compulsiva y, por otro, a la necesidad de consoladores (en los dos sentidos del término: afectivo y de mercadotecnia del sexo). Recordemos que gran parte de la población en las democracias avanzadas se educa hoy en guarderías precoces y primitivas, cuidados despersonalizados de la infancia, escolaridad precoz, despersonalización líquida de la propia infancia y, posteriormente, de gran parte de los puestos de trabajo, del entramado social y de los servicios comunitarios, con autoexigencias y frustraciones autoadministradas continuadamente para triunfar... Todo lo contrario de un desarrollo basado en las emociones placenteras y vinculatorias: el amor y el placer solidario como metas últimas, el placer de acompañar el crecimiento de los hijos y los nietos, el placer del conocimiento y la búsqueda del conocimiento compartidos, la sorpresa y el placer de la sorpresa, la gratitud y la nostalgia compartidas, la capacidad y extensión del goce... Por eso necesitamos tanto del consuelo y los consoladores del Big Brother.
Pero a esa utopía de la hictopía le ha salido un grave problema en nuestro mundo. Cuatro avispados pensadores del think thank ya han oteado en el horizonte lo que significaba, para el mundo de la econosuya y la política globalizadas, la irrupción de nada menos que mil cuatrocientos millones de chinos y más de mil cien millones de indios: entonces han decidido que, o explotaban algo más a sus propios súbditos, o sus exorbitantes negocios menguarían. Ahí está uno de los orígenes de «la crisis». Para ello están desarrollando a gran velocidad aplicaciones ultramodernas de la psicopolítica, hasta el extremo de que hoy nos podemos preguntar justamente si existe todavía una «opinión pública» como «perro guardián» de los ciudadanos frente al poder, en la metáfora de John Stuart Mill, o también la «opinión pública» es sobre todo una ficción, se ha convertido en tan solo un decorado construido mediante tecnologías psicosociales, mediáticamente organizado.
El pensamiento posmoderno ha sabido captar el progresivo debilitamiento de los vínculos sociales, la variabilidad de organizaciones interpersonales y relacionales que constituyen hoy la identidad y el self, la liquidez de las ideas, los sentimientos, las formas de identidad y de familia... Pero, desde otra perspectiva, todo ello abre la posibilidad de un aumento de la libertad relacional, siempre que pervivan los cementos de unión básicos, no sus gárgolas y bajorrelieves modernistas. De esa manera, puede que nos encontremos en una situación paradójica de falta de libertades institucionalizadas y ejercitadas (Bodei, 2014) coincidente con la extensión de la libertad y los privilegios de unos pocos. Pero la extensión de esas libertades y derechos a todos, a 7270 millones de habitantes (cifra de enero de 2015), implica, necesariamente, una estrechez de los espacios políticos disponibles y de las instituciones: ambos estaban pensados, no lo olvidemos, para las minorías privilegiadas y (supuestamente) cultas del planeta. Una
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estrechez que coexiste con una angustiosa necesidad de marcos, encuadres, figuras e instituciones de identificación para miles de millones de personas en una situación de licuefacción de los fundamentos de su identidad y su acción social. De ahí que, aunque haya claras exigencias de mayor participación política y de democracia en amplias capas de la población y en numerosos lugares del globo, las instituciones sociales no sean capaces todavía de recibir y encauzar esas demandas. Y, menos aún, las instituciones políticas pervertidas. De ahí las tentaciones autoritarias, corruptas o perversas a nivel social, y las tentaciones al narcisismo, el egoísmo y la avidez inagotable (bien representada por los financieros internacionales) para paliar la licuefacción del self (en el Norte del planeta), o la entrada tumultuosa en la política en el Sur y el Este.
El replanteamiento contemporáneo de la democracia debería nacer del mismo punto, pero en la dirección contraria: menos delegación y más democracia directa y comunitarismo, capacidades de autogestión comunitaria. Ello supone, por ejemplo, cambios profundos en las leyes electorales y listas abiertas, pero, también, control de calidad de nuestros políticos; como en las demás profesiones, control de sus contratos- programa y penas por mentir sobre ellos y por engañar en el ejercicio de su profesión; mayor control de gastos e ingresos; restricción del número de políticos liberados de otras ocupaciones; restricción de los años de dedicación profesional a la política; cuidado exquisito de que dichos profesionales vivan como la media de la población y no como una casta dirigente; reparto de escaños proporcional a los votos realmente emitidos, no con respecto a los potenciales votantes (para evitar normativamente que se ocupen escaños por parte de unos supuestos profesionales que, como conjunto, no han sabido hacer su trabajo, que es hacer participar a la ciudadanía); sistemas de voto on-line para todos los grandes temas con frecuencias mensuales o trimestrales y no cuatrienales, y sin cheques en blanco; decreci mi ento sosteni ble en numerosos campos de derroche antiecológico y anticomunitario (energía, sanidad, cuidado de la infancia, cuidado de los diferentes...) en vez de crecimiento piadosamente llamado «sostenible» (¿para quién?, ¿para qué?); en general, políticas sostenibles del territorio, los recursos, la descontaminación progresiva, el agua, la alimentación saludable,1 la energía y la relación mundo urbano-mundo rural; persecución legal de los genocidas de todos los bandos y colores y entre ellos, de forma prioritaria, de los fabricantes y los traficantes de las armas con las cuales la humanidad se masacra cada día, y que siguen siendo generosamente (?) distribuidas por todo el mundo a pesar de la supuesta «crisis económica» , lo cual demuestra otra vez que se trata de una crisis sociopolítica y no económica... R e c o r d e m o s , s im p le m e n t e , q u e lo s ge n o c id io s p o r la p id a c ió n s o n t é c n i c a m e n t e imposibles: se necesitan las armas de fuego automáticas exportadas casi siempre desde los países democráticos y desarrollados, entre ellos, España.
Otro mundo es posible, pero, a menudo, el miedo nos impide visionarlo, nos cierra incluso la capacidad de imaginar (y no solo de actuar) en su alumbramiento. Aunque quien de verdad quiera saber de propuestas y posibilidades, hoy, gracias a la comunicación globalizada, puede consultarlas en varios idiomas y formatos. Por ejemplo, en los manifiestos de los indignados españoles, estadounidenses, italianos, tunecinos,
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turcos, egipcios y en los movimientos de Democracia Real y transparencia informativa, todos ellos fácilmente accesibles en diversas webs y, entre otras, en las citadas en la bibliografía.
1. En el terreno de la alimentación hemos llegado a situaciones que, a fuer de cotidianas, ya en pocas ocasiones se denuncian. Por ejemplo, ¿qué parecido guarda el líquido contaminante blanquecino al que hoy llaman leche con la leche de vaca, de cabra, de burra? ¿Qué parecido guardan la mayor parte de los panes o de los yogures con los ricos alimentos originales que se han pervertido mediante la acción de procesos bioquímicos contaminantes diversos? ¿Qué parecido guarda ese líquido que sale de nuestros grifos, a menudo coloreado, pestilente, y con diversos sabores más o menos repugnantes, con el líquido «incoloro, inodoro e insípido» que, en teoría, es el agua natural? ¿Por qué cuando más delicada es la alimentación, en la mayoría de los hospitales públicos, con sus cáterin externalizados-privatizados, los menús suelen ser simplemente intragables y el agua hay que pagarla religiosamente? El negocio privado y egocéntrico ha pervertido hasta las bases de nuestra alimentación, los fundamentos de nuestra biología...
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10. Duelos no elaborados y negación-disociación de la memoria de la propia historia
¿Cuántas personas murieron durante nuestra Guerra Civil, durante esa contrarrevolución triunfante que se dio en nuestro país entre 1936 y mil novecientos sesenta y tantos? ¿Cuántos desplazados produjo, ahora que estamos tan sensibilizados con el asunto de los desplazados y la inmigración forzada? Es una pregunta que a veces planteo en mis charlas y seminarios, a sabiendas de que la mayoría de los oyentes no saben dar una respuesta coherente y, en muchas ocasiones, ni siquiera han caído en la importancia de pensar en ello. Aunque parece que los muertos por causa directa de la Guerra Civil y sus consecuencias inmediatas fueron entre quinientos y seiscientos mil, nada menos...
Resulta casi aberrante que ese terrible antecedente próximo de nuestra historia haya sido borrado de nuestras mentes y nuestra cultura con una escisión tan potente, tan radical. Desde luego, con una capacidad de escisión y disociación mucho mayor que la de los alemanes tras la colaboración de más de cincuenta millones de ellos con el nacionalsocialismo basado en delirios fetichizados... Se trata de escisiones en la memoria y la identidad social tan radicales como lo han sido en Finlandia la época del terror blanco, en Francia la amplia colaboración de los franceses con Pétain, en los Estados Unidos de Norteamérica la colaboración de gran parte de la población con multitud de guerras, desde la de Vietnam y Camboya hasta la de Irak, organizadas o iniciadas directamente por sus castas dirigentes...
A mi entender, esa disociación tan profunda de elementos tan aparatosos y recientes de nuestra historia es especialmente grave para un país como el nuestro, en el que replanteamientos y vivificaciones-reparaciones anteriores del pensamiento, la cultura y la organización social, tales como el Romanticismo y la Ilustración, resultaron, asimismo, especialmente pobres, superficiales, incompletas (Duch, 2002; Chillón y Duch, 2010).
El campo cultural y semántico en el que se inscribe ese olvido, gravemente disociativo, es el mismo que el de la perversión. Por eso creo que es imprescindible nombrarlo aquí.
Una de las formas de duelo patológico es el duelo paranoide. Como explicaba más ampliamente en 2007 y en el tratado sobre el duelo (2013), el duelo paranoidizado, dominado por el miedo o por la ira, por la negación de esas emociones o por sentimientos de persecución, es una de las formas de cronificar la evolución de los procesos de duelo, de paralizar su fuerza depuradora, creativa, integradora (Britton, 2010; Tizón, 2007 y 2013). Cuando el duelo paranoide se cronifica durante suficiente tiempo, una de las
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formas de manifestarse, además de los síntomas paranoides, son las señales maniformes, de elación: el duelo maníaco, dominado por lo que antes hemos llamado «defensas maníacas» (Klein, 1940). Tras un duelo paranoide, es relativamente frecuente que aparezcan reacciones de control, triunfo y desprecio, reacciones de negación maníaca y narcisista de la culpa, la responsabilidad y, con ellas, de la moral (Steiner, 1985). La metáfora de las burbujas (que estallan y solo dejan vacío) o el «cuento de la lechera» pretecnológico (cuyo cántaro se rompe y solo deja pobreza) son certeros tropos o parábolas acerca de la negación maníaca y sus consecuencias.
Nadie puede dudar de que en nuestro país hemos vivido un amplio duelo paranoide por la masacre puesta en marcha por el nacionalcatolicismo a partir de 1936. La Guerra Civil, además de la muerte de más de medio millón de españoles, conllevó dos cambios de régimen denegadores: donde había una República, la segunda República Española, se instauraron una dictadura (filofascista) y, más tarde, una monarquía directamente sustentada y designada por la dictadura. Pero es que, además, los «poderes fácticos», los grupos de poder y las familias de poder españolas, e incluso parte de la «casta política», siguen siendo las herederas directas de las familias de la dictadura; herederas directas (ideológicas, pero también políticas, e incluso genéticas) de los grupos de poder y las familias que dieron el golpe de Estado ya inicialmente planeado como Guerra Civil en 1936; de las familias y los grupos de poder que desarrollaron toda una contrarrevolución sangrante durante varios decenios después (más de 50 000 personas asesinadas tras terminar la guerra).
En nuestro país, o en los diversos países que componen nuestra frágil agrupación de países y subculturas, todo ello está agravado y esperpénticamente radicalizado por el hecho de que en absoluto, ni simbólica ni realmente, ha habido ninguna necesidad de arrepentimiento y reparación para los que lanzaron la más cruel masacre de nuestra historia, con más de medio millón de muertos, la mayor parte civiles, y más de diez millones de desplazados. Ni ellos fueron condenados, ni han confesado, ni sus hijos y descendientes, tanto directos como simbólicos, se han avergonzado y/o sentido culpa. No así los defensores de la legalidad republicana y sus descendientes, que han pagado con hacienda, profesión, posición social o con la vida el haber defendido esa legalidad democráticamente acordada (y, en algunos casos, el haber participado en la represión o en los «ajustes de cuentas» en el lado republicano, «ajustes» que también se llevaron por delante entre 20 000 y 50 000 personas).
Pero después, durante decenios, el dominio dictatorial de un bando ha llevado al silencio impuesto a ambos bandos y a sus descendientes, silencio que todos hemos observado en todos los participantes en la revolución, la contienda incivil y la contrarrevolución posterior, fueran del bando que fuesen, y casi sin excepciones. En pocas ocasiones puede verse tan caricaturescamente un ejemplo de cómo se hace imposible elaborar el duelo porque los sentimientos persecutorios han invadido la vida mental y la vida social: tanto la generación que vivió la Guerra Civil, cuyos últimos miembros están desapareciendo, como la siguiente, podemos dar fe de cómo las emociones del miedo, la ira, el asco, la vergüenza, la oposición al conocimiento,
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dominaron durante decenios nuestra organización social, cultural, familiar, personal, neural...
Si en el duelo no hay tristeza, no hay culpa y no hay vergüenza, solo puede desarrollarse un proceso de duelo maníaco o paranoide, con enormes montos emocionales disociados. Desde luego, las diversas burbujas espumeantes que han invadido durante decenios nuestra vida pública (económica, sanitaria, psicosocial...) tienen múltiples orígenes (Navarro, 2009). Sin embargo, la no elaboración del genocidio que se desarrolló con el alzamiento «nacionalcatólico» contra los poderes democráticos legales de la Segunda República Española, la no elaboración de esos duelos es, sin duda, uno de los elementos que han llevado a esta situación maníaca de elación burbujeante: control, triunfo y desprecio, si van unidos a los síntomas externos de actuaciones agresivas, sexuales y económicas disparatadas, definen psicoanalítica y clínicamente un cuadro maníaco: ¿Tienen ustedes alguna duda de que todas esas señales y todos esos elementos se han dado una y otra vez en nuestra sociedad, desde la tan jaleada «transición democrática» hasta hoy? Y recordemos que, en psicopatología, los cuadros maníacos no hacen sino «tapar la otra cara» (de Jano), defendernos del otro polo: el hundimiento depresivo, bien visible en el hecho de que España hoy no es un país para jóvenes. En efecto, posiblemente alguna relación guardan esos antecedentes con la predicción de la ONU en 2014, que nos anuncia como uno de los futuros países más envejecidos del globo, compitiendo con Japón y Eslovenia en ese desolador triunfo del envejecimiento poblacional des-confiado y des-esperanzado. Pero es que para optar por la renovación, por la juventud, por la continuidad de la especie o por la innovación creativa tienen que existir climas, al menos sectoriales, de confianza, esperanza, de generatividad-creatividad.
Desde el propio Freud (1914, 1921) y, más aún, con los estudios de Margaret y Alexander Mitscherlich (1967) sobre la falta de elaboración del duelo por parte de los alemanes de entreguerras, sabemos de una aportación psicoanalítica a la cultura que habría que tenerse muy en cuenta: cuando un error no se elabora, se repite. Cuando un duelo no se elabora, las personas y los grupos tienden a repetir prontamente las mismas tendencias que llevaron a la pérdida o al trauma.
Ni los poderes fácticos, ni la derecha política, ni la socialdemocracia, han hecho prácticamente nada en España por elaborar una memoria de nuestra historia próxima y, por lo tanto, por la reparación real y simbólica de tanto desafuero y tanto sufrimiento, narrados, por ejemplo, por Almudena Grandes en su novela El lector de Julio Verne. Las víctimas han sido otra vez las que se han visto obligadas a hacer todo el trabajo. Como en el Valle de los Caídos. Pero el trabajo del duelo, el trabajo afectivo y cognitivo del duelo es inevitable para el crecimiento personal, generacional y transgeneracional. Las víctimas y sus sucesores ya lo han padecido suficientemente; los verdugos, los causantes, los homicidas y sus descendientes reales o simbólicos posiblemente casi nada.
Como decía, a diferencia de otros países como Alemania, Argentina o Uruguay, en nuestro país se instaló una burbuja negadora, controladora y despectiva sobre los que perdieron la guerra, sus ideologías, sus propiedades, sus ilusiones, sus vidas... Ya casi
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habíamos olvidado cómo su dignidad, sus culturas y posibilidades de desarrollo eran pisoteadas cotidianamente con actitudes maníacas que se expresaban en frases y sentencias como «Habla en cristiano», «La degeneración moral de los rojos», «Cero, p a t a t e r o » ... H a s t a lo s h ij o s le s p o d í a n s e r r e ligio s a m e n t e s u s t r a í d o s a la s « r o j a s degeneradas», algo que, por cierto, no se ha conocido públicamente hasta el siglo XXI. Pero deberíamos haber tenido más en cuenta que, por las leyes de la dinámica psicológica, esa reacción maníaca y perversa no podía subsistir sin llevar a una profunda alteración de la moral y de las relaciones sociales... Y que esa reacción maníaca podía cronificarse como componente maníaco y despectivo imprescindible de la organización relacional perversa.
La «burbuja inmobiliaria» y la «burbuja psicofarmacológica» o, peor aún, la burbuja de las drogas mortíferas son solo las salpicaduras que nos han tocado más de cerca de una perversión mucho más amplia, apoyada, como siempre, en defensas maníacas. Esa perversión no sistémica, sino pluri si stémi ca, ha afectado al núcleo de nuestra convivencia y de nuestra joven democracia. Si no hay culpa, si no se enfrenta la culpa y la duda, no hay reparación posible. Nos habían instalado en una cultura de la no- reparación, es decir, en la perversión de la gratitud y del amor-solidaridad. Todo lo contrario de lo que se necesita para elaborar cualquier duelo y, más aún, los múltiples y gravísimos procesos de duelo (unos, clandestinos; otros, negadores) que se pusieron en marcha con nuestra Guerra Civil y la posguerra. Por eso las defensas maníacas, la negación de la culpa y la reparación, así como la perversión de las formas de vinculación, con su correlato de des-confianza y des-esperanza, han podido campar a sus anchas en el núcleo mismo de nuestras relaciones psicosociales, jurídicas, políticas... y hasta en la crianza de los hijos y los nietos de aquella debacle moral. A mi parecer, son el resultado inevitable, al menos en parte, de la no elaboración de los múltiples procesos de duelo puestos en marcha por unos acontecimientos tan brutales y perturbadores de todos los principios y las organizaciones humanas como los que se dieron en la contrarrevolución española y en nuestra Guerra Civil.
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11. El eterno retorno de la política: diez tesis sobre la coyuntura psicosocial actual1
En estas reflexiones he utilizado una serie de conceptos psicoanalíticos, psicológicos y antropológicos para intentar ayudar a entender lo que nos está pasando a nivel social y psicosocial. Con la duda epistemológica y teórica de que sean totalmente transferibles desde el ámbito psicológico (individual y de grupo) al ámbito social (macrogrupal). Por eso, para facilitar la discusión y la reflexión crítica y abierta, prefiero resumir ahora, en forma de principios, mi perspectiva de esa coyuntura sociopolítica a cuyo entendimiento he intentado colaborar:
I. Lo que define la situación actual no es la supuesta «crisis económica» y, menos aún, las supuestas presiones de unos entes lingüísticos creados ad hoc como son «los mercados». Creo que hay que entender la situación actual como una grave crisis política y, tal vez, una crisis del modo de producción, del modelo de civilización, es decir, del conjunto de las formas de relación interhumanas tejidas a través de la organización del Poder y de la producción, distribución y consumo de bienes materiales e informacionales.
II. La crisis actual es una crisis política puesta en marcha por los poderes económicos dominantes en nuestro mundo. De forma más o menos consciente, de ahí ha partido: del poder financiero transnacional, de los especuladores transnacionales, piadosamente ocultos tras el término «los mercados». Actualmente, esos poderes fácticos parecen tener dos objetivos: por un lado, aumentar los negocios privados de la clase dirigente; por otro, desmontar los logros de equidad conseguidos a lo largo de siglos desde las revoluciones francesa, rusa, china, española..., hasta nuestros días. Por tanto, se trata de una auténtica contrarrevolución, por fuerte que parezca el término, y no de «unas reformas y unos recortes impuestos por los mercados». Se trata de detener la marcha creciente hacia la libertad, la igualdad y la fraternidad de la especie mediante nuevas formas de sumisión, crecientes desigualdades aterrorizantes y un ataque perverso al valor de la solidaridad-amor como fundamento de la evolución social.
III. Algunos de los hechos que la han puesto en marcha son ampliamente conocidos: las quiebras fraudulentas de grandes empresas norteamericanas, seguidas por otras en todas las zonas del mundo desarrollado, quiebras basadas en el funcionamiento habitualmente fraudulento de las mismas y de todas las grandes empresas de nuestro sistema social, incluidas las de auditoría, que existen precisamente para evitar esos f r a u d e s . S u f u n c io n a m ie n t o h a b i t u a l m e n t e f r a u d u le n t o , in c lu s o p a r a c o n la s le y e s decretadas a su servicio, lo demuestra el hecho de que, cada vez que una de esas grandes empresas nacionales o transnacionales cae en un proceso judicial, salen a la luz sus
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numerosas irregularidades y delitos financieros, fiscales y de todo tipo. Entre otras, su uso sistemático de los «paraísos fiscales», que la crisis actual ha patentizado como uno de los mecanismos de insolidaridad nacional y planetaria más sólidos y fundamentales para el tardocapitalismo. Otros agentes o desencadenantes son menos conocidos o más discutidos, como las iniciativas del grupo Bilderberg y de otros grupos de presión globalizados.
IV. Empero, en el trasfondo de todos esos hechos se halla ese imparable ascenso de los grandes países antes «subdesarrollados» de nuestro mundo: China, con 1400 millones de habitantes; la India, con 1100; Brasil, con 380... Para que las élites económicas dominantes en Europa y en EEUU puedan seguir con sus grandes beneficios de los últimos decenios solo quedan dos vías posibles. Una consistiría en una nueva guerra de amplitud mundial. Sin embargo, ¿se atreverán a lanzarla contra países con arsenal nuclear? ¿Contra la mitad de la humanidad? ¿250 millones de estadounidenses y 380 millones europeos contra 2600 millones de personas, solo contando con esos tres países emergentes-emergidos? La segunda vía consiste en seguir manteniendo y ampliando sus negocios, beneficios y dominio no controlado democráticamente en otros lugares, y eso solo lo pueden lograr aumentando la sobreexplotación de sus propios súbditos, es decir, de los ciudadanos de los propios EEUU y UE. Y en ello están, como lo demuestra el que, mientras gran parte de la población europea se ha empobrecido entre un 13 y un 25 por ciento en los últimos años, sus élites económicas y políticas se han enriquecido en proporciones de dos a siete veces. Por cierto, la inagotable e insondable avidez de los grupos dominantes en nuestra sociedad daría lugar a todo otro ensayo, en especial si consideramos la conceptualización psicoanalítica de la avidez, la oralidad y la analidad o perspectivas de la «excepcionalidad» como las de Tuckett (2011).
V. No se trata de una lucha de países contra países, o de culturas-religiones contra otras culturas o religiones, como interesadamente se suele presentar el tema (el Islam contra Occidente; Alemania contra los PIGS), sino de intentos de diversos grupos económicos y políticos transnacionales de «llevarse el gato al agua», de hacerse con el control político-económico o, como poco, de hacer grandes y rápidos negocios transnacionales. Es una versión actualizada y magnificada de la «lucha de clases»..., solo que ahora una clase es tan minoritaria y, al tiempo, tan poderosa, que casi cuesta considerarla clase y no mera éli te soci al, casta o incluso, grupo de presi ón conspirativo. El grado de concentración del poder corrupto y venal en dichas castas y su inextricable interpenetración intrusiva con el aparato del Estado hacen que antiguas y certeras fórmulas y explicaciones acerca del «capitalismo monopolista de Estado» (Sweezy, 1945; Baran y Sweezy, 1966; Mandel, 1972) hayan quedado hoy parcialmente obsoletas ante la inmensidad del dominio de todas las instituciones estatales por parte de dichos poderes económico-políticos a-democráticos (Chomski, 2014; Klein, 2007).
VI. Ante la irrupción de esos nuevos centros de poder en la humanidad, nuestras élites y las castas políticas, profesionales e intelectuales a su servicio han tenido que diversificar una estrategia que hasta ahora, con diversas variantes, venía imponiéndose desde el último cuarto del siglo xx: la estrategia «neoliberal», basada en formas de dominación
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psicopolíticas (auto-transparencia, autoexigencia, sumisión autoimpuesta, «doctrina del shock», democracia de espectadores-consumidores) más que en el uso de la fuerza directa y la biopolítica.
VII. Las penurias y el miedo de la ciudadanía no deben ocultar el miedo que están sufriendo las clases dominantes y sus ejecutores, recortadores y privatizadores. Nadie sabe cuánto durará esta enormemente inestable y enormemente asimétrica distribución del poder y la riqueza. De ahí que haya una urgencia en el «¡Enriqueceos!» que llegaron a gritar, en un delirio maníaco, algunos líderes... socialdemócratas. Es por ello que, en algunos países europeos, los más variados malandrines, vestidos con los más variados uniformes (asesores deletéreos, expertos financieros, analistas económicos y comerciales, curias papales, banqueros de Dios, cajeros de su caja, políticos de aluvión, privatizadores corruptos disfrazados de políticos o de admi ni stradores, así como otros muchos filibusteros del mar de las financias y la política profesional), se hayan lanzado cual tiburones hambrientos a la realización rápida de beneficios. La vida es breve... Su situación de desmesurado poder también. Los miembros de la élite dominante tienen que preparar su jubilación... en las Islas Seychelles o Caimán, claro está.
VIII. En nuestro país, o en los diversos países que componen nuestra frágil agrupación de países y subculturas, todo ello está agravado y esperpénticamente radicalizado por el hecho de que no solo no se ha elaborado el duelo por las masacres y las destrucciones de la Guerra Civil, sino que ese proceso psicosocial sigue siendo impedido por defensas paranoides y maníacas.
IX. Para intentar una aproximación a la comprensión de todas esas situaciones hay que usar conceptos sociológicos, económicos, políticos, psicológicos y psicoanalíticos.
X. Entre los conceptos psicológicos y psicoanalíticos que, personalmente, me permiten dar algunas explicaciones de lo que estamos viviendo en el ámbito social y psicosocial, he utilizado aquí los de la nueva perspectiva de las emociones (y, entre ellas, el miedo) en el desarrollo personal y social; los conceptos de desimbolización del miedo, desublimación de la agresión, y de venalidad, que no banalidad, del mal; la noción de la psicopolítica, que resume el uso de muchos de esos elementos por parte de la élite dirigente; los conceptos de organizaciones paranoides y organizaciones perversas de la relación y el tipo de narcisismo y mecanismos de defensa que las acompaña; las diversas formas de duelo no elaborado y su consecuencia, la negación de la memoria histórica; también, la aún escasa generalización de la percepción de la humanidad y la Tierra (Gea), como objetos totales. Pero vuelvo a recordar que se trata de una propuesta modesta y puntual, que tan solo los apunto como aportación heurística y hermenéutica para nuestra coyuntura social, en absoluto con pretensiones de demostraci ón, causali dad o axi omáti cas.
1. Durante unas semanas he dudado si titular este capítulo «Es la política, estúpido, es la política», en una paráfrasis humorística personal del eslogan de James Carville, estratega de la campaña electoral de Bill Clinton en 1992: «La economía, estúpido, la economía». Al final, me ha parecido una frase demasiado hiriente, aunque resumiría el espíritu del capítulo: la importancia de la política.
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12. A modo de coda esperanzadora. Hay alternativas, pero
¿son posibles sin reparación o sin sufrimiento?
Desde los primeros desarrollos de la cibernética se ha consolidado una concepción de la mente humana como sistema abierto o semiabierto. Es decir, la mente, como el cerebro humano, se conforma como un sistema o estructura (informacional) parcialmente autónomo, enormemente abierto y plástico, pero que, para mantener su homeorresis (su homeostasis con estados cambiantes), se halla sujeto a las aportaciones informacionales (perceptivas, emocionales, cognitivas...) procedentes del exterior del sistema. Sin ese aporte externo, la mente como sistema tiende a la entropía, a los estados de mínima energía, a la desorganización (aspecto que ha quedado palmariamente ilustrado en experiencias tales como la deprivación sensorial y la deprivación afectiva o, más dramáticamente, en las experiencias de los campos de concentración o exterminio).
Creo que incluso esa concepción de la interacción humana se encuentra aún muy poco influida por una visión evolucionista de la mente y de las relaciones intraespecíficas y, más en concreto, por la teoría del apego y la mentalización: la perspectiva etológico- psicoanalítica según la cual la mente (y la organización biopsicosocial humana toda) se basa, primariamente, en los intercambios emocional-cognitivos y en la elaboración de las relaciones y las separaciones, las pérdidas y los duelos. Se trata de la perspectiva teórica y experimental desarrollada, por ejemplo, por Bowlby, Harlow, Parkes, Pollock, Stern, Fonagy y Target, entre otros (cf. un resumen en Tizón, 2013).
Todos los estudios y las revisiones asentados en la teoría del apego nos hablan no solo de la mente y el organismo humanos como sistemas semiabiertos, sino de la mente y el organismo humanos como sistemas incompletos. Ese principio organizador tiene al menos una consecuencia directa: no podemos considerar cierto que los seres humanos seamos capaces de elaborar completamente los conflictos, las frustraciones, las pérdidas y los duelos fundamentales de la vida. Siempre necesitamos de un otro, del objeto, para subsistir como seres humanos, como personas y como sujetos. La posibilidad de nuestra permanencia como sujetos, la estructuración y permanencia del self, hay que entenderla hoy, desde el punto de vista del psicoanálisis y la psicología contemporáneos, como subsidiaria de la existencia de relaciones sujeto-objeto. Relaciones que pueden ser de amor, de odio, de conocimiento, confusas, aglutinadas, simbióticas, sadomasoquistas, ambivalentes o del tipo que se quiera, desde luego. Pero que son relaciones sujeto-objeto puestas en marcha por nuestras necesidades y emociones básicas y la misma serie de
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emociones y motivaciones de los demás. Es eso lo que nos mantiene como sujetos, como seres humanos.
Como he recordado hace poco (Tizón, 2013 y 2014), nuestra dependencia de los objetos externos, de los otros realmente existentes, de seres que nos dieron o nos dan, de seres que nos mantienen mentalmente vivos, aunque sea porque nos persiguen, es, pues, una característica básica de nuestra concepción posbowlbiana del psicoanálisis y la psicología del desarrollo. Por eso las organizaciones de la relación que atacan, desvirtúan o pervierten esa dependencia básica y las dependencias posteriores (las diversas formas de Eros o de solidaridad) son contrarias al desarrollo humano, y he defendido que pueden ser calificadas de «psicopatológicas».
En nuestra cultura no se ha incorporado aún con suficiente profundidad teórica, filosófica y epistemológica esa implicación fundamental de la teoría del apego y de los estudios sobre la separación, la privación y la pérdida afectiva: la comprensión de la mente humana y, en general, del organismo humano como sistemas incompletos (Green, 2003; Schore, 2003). Siempre hay necesidad de un otro que aporte seguridades complementarias, que alimente desde fuera el mundo interno. La relación con otro, la alteridad, es fundamental para mantener la estructura del yo, del self e incluso del mundo interno. Siempre tenemos necesidad del otro externo en mayor o menor medida; incluso cuando esa dependencia inevitable y fundamentante de la vida corporal y mental es negada, disociada, proyectada... o disimulada mediante actitudes o incluso teorías científicas que la contradicen.
Esa perspectiva, en realidad, no es sino un paso más en la larga marcha de descentración con respecto al narcisismo que ya he citado en otros lugares (cf., por ejemplo, 2007, 2013), siguiendo la idea inicial del mismo Freud: Copérnico y Galileo pusieron en marcha el fin del mito teocéntrico y geocéntrico, en el cual los dioses del hombre y la tierra misma (Gea) se suponía que eran el centro del universo. Más tarde vino la descentración con respecto a la naturaleza animada (Darwin y su teoría de la evolución) y la descentración con respecto a la propia conciencia: comenzará a verse la conciencia del hombre como más determinada por las pulsiones y las motivaciones inconscientes –Freud– o por las relaciones sociales y el lugar que se ocupa en las relaciones de producción-distribución-consumo –Marx–, que por motivos racionales, elevados, morales, nobles... Einstein y, en general, la perspectiva relativista de la física y la astrofísica volvieron más tarde a socavar profundamente nuestro narcisismo de especie: ni la percepción misma es autónoma de la relación sujeto-objeto; también depende de otros entes, y de la posición relativa del observador, incluso en los más matemáticos o astrofísicos cálculos.
Todo lo anterior implica una concepción de la mente, la personalidad y el desarrollo individual y social que se halla en abierta contradicción con los mitos doctrinarios que difunden neocons de todo tipo. No es posible el progreso sin interdependencia. Una sociedad humana se desarrollará mejor si atiende y cuida a sus miembros dependientes. Sin solidaridad y comunitarismo no hay futuro.
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A lo largo de toda la vida necesitamos no solo de la relación con los cuidadores primigenios, la cuna y modelo para los objetos internos, los esquemas cognitivos bási cos y las formas de relaci ón fundamentales. P ara no regresar hacia modelos dominados por el narcisismo, siempre insuficiente para una vida creativa, que promueva el desarrollo, también es imprescindible más adelante la relación con objetos externos realmente presentes que sostengan nuestra estructura mental y nuestra estructura de personalidad. De ahí la necesidad de la dependencia (como base del crecimiento) y el carácter de mito narcisista que adquieren la «independencia personal», la «autonomía personal» o el «desarrollo personal» des-comunitarizados, no apoyados en la solidaridad. Incluso para los «superhéroes» y los «superhombres» (Ceberio, 2013).
Creo que la concepción de la mente y la personalidad como estructuras o sistemas semiabiertos, capaces de transformaciones teleonómicas, pero también necesitados de las aportaciones exteriores y teleológicas para mantenerse y autorregularse, conlleva la necesidad de rescatar la perspectiva psicoanalítica del desarrollo epigenético. Un desarrollo basado en crisis, transiciones y fases, como, por ejemplo, en la visión genialmente desarrollada hace más de medio siglo por Erikson (1963), siguiendo las ideas iniciales de Freud. Según ella, el desarrollo se logra a través de crisis o transiciones psicosociales. Incluso el desarrollo normal, el ortodesarrollo. Además, como suelo recordar, a menudo sobrevienen otras transiciones accidentales y duelos, muchos de ellos frecuentes. Y, por añadidura, pueden ocurrir ocasionales transiciones «psicotraumáticas», lo s d u e lo s c o m p lic a d o s y la s p é r d id a s c o n t r a s t o r n o « p o s t r a u m á t ic o » o «psicotraumático» (Tizón, 2007 y 2013). Es imposible progresar sin sufrimiento, sin emociones desagradables (miedo, ira, asco, vergüenza, culpa...). Lo trascendente será que, gracias a la interdependencia humana, predominen las emociones agradables, que promueven mayor estabilidad vinculatoria (placer-alegría, sorpresa-conocimiento, tristeza reparatoria...) sobre las desagradables y desvinculatorias, de todas formas inevitables. Es imposible elaborar un duelo sin soportar el sufrimiento: por ejemplo, en su segundo momento, en el que designo como de aflicción y turbulencia afectiva (2013).
De ahí el valor crucial de las relaciones y la solidaridad humanas para la vida y para la supervivencia: los inicios de la vida incluyen siempre una serie de escaramuzas emocionales desbordantes. Es imposible controlar su aparición, su desarrollo, sus modalidades. No nos es dado controlar las emociones puestas en marcha, nuestras respuestas iniciales, las respuestas de nuestros padres y cuidadores, las respuestas microsociales incluso... Nos desarrollamos entre escaramuzas emocionales que nos desarrollan. A veces puede ser conveniente entender ese desarrollo mediante la metáfora de la «guerra de guerrillas emocional», pues ni nuestros padres y cuidadores ni, menos a ú n , n o s o t r o s m is m o s s a b e m o s d ó n d e v a a s u r gir e l p r o b le m a , e l « f o c o » , la desestabilización (Tizón, 2013). Al menos en algún nivel, el desarrollo de la vida (y no la mera supervivencia) depende de las capacidades de los que nos rodean y de nosotros mismos para poder vivir esa guerra de guerri llas o a esa floraci ón múlti ple e i n e s p e r a d a c o n u n p r e d o m in io d e s e n t im ie n t o s in t r o y e c t iv o s . M e r e f ie r o a lo s sentimientos, basados en las emociones primigenias correspondientes, que ayudan
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incorporar el mundo y el desarrollo, que ayudan a la mentalización: amor, esperanza, confianza, contención y, por lo tanto, capacidad de pensar.
Esa es la utilidad de la metáfora del desarrollo emocional como un desarrollo marcado por continuos altercados (crisis y transiciones) a los cuales solo con los años podemos encontrar regularidades y seguridades (porque ya se ha conformado nuestra personalidad). De ahí la importancia de las relaciones, los medios y las defensas con las cuales hemos afrontado el profundo temblor de los primeros miedos (y de otras emociones desbordantes), que nos invaden hasta el tuétano, que nos hacen sentir una y otra vez los peligros de la anihilación y la desintegración. Al fin y al cabo, como defendía junto con Pere Bofill (1994), la salud (mental) no es sino la «capacidad de amar, trabajar y crear, disfrutar y tolerar» (de tolerar, pues, lo que no puede cambiarse aún, y de tolerar en nosotros y en los demás lo que aún no podemos cambiar, lo que aún nos afecta en demasía, o lo que nunca podremos cambiar).
Por eso hemos de estar seguros de que de una situación social y psicosocial como la que venimos tratando en estas líneas tampoco podremos salir con un progreso real si no nos atrevemos a soportar la turbulencia afectiva y social necesaria, el nacimiento de las cien flores que ha de significar una desobediencia y una creatividad civiles contestatarias crecientes. Y en campos, motivos, organizaciones y desarrollos diferentes y múltiples: una auténtica floración múltiple y transversal, una nueva y más real primavera de las cien flores. En estos años o en los venideros. Ya no nos valen los viejos sistemas de la humanidad para intentar conocer y controlar el futuro: los sueños, los dioses, las hechiceras, los sacerdotes y los magos, los demonios, la locura, las sagradas palabras, el tarot, los posos del café o los líderes incuestionables.1 Ni siquiera la estadística y la acumulación de datos son fiables en la era del Big Data. O hay desobediencia civil en muy diversos ámbitos, y coetáneos, con la incertidumbre y las turbulencias que ello supone, o no hay cambio. O, al menos, no habrá cambio pacífico. Porque no hay cambio, incluso pacífico, sin turbulencia; como no hay cambio ni progreso real sin tristeza por lo perdido, sin culpa, sin vaivenes afectivos, sin reparación... A nivel social eso significa aceptar críticamente la única ley histórica que hoy parece segura: que lo principal que nos enseña la Historia es que en muchos momentos no sabemos lo que sucederá en el futuro. Al contrario de lo que busca la organización perversa, la inmutabilidad, la predictibilidad absoluta y la estereotipia sociales son imposibles, como lo es la transparencia total y pornográfica.
En el capítulo 4 enunciamos los elementos fundamentales de esa organización de la relación que llamamos «organización perversa». Si los repasamos con cuidado, podemos observar que casi todos tienen que ver con la negación de la dependencia y, particularmente, con la evitación o negación del agradecimiento, la gratitud a los que nos dieron o nos dan. En la organización perversa de la relación no hay lugar para la gratitud y el agradecimiento. Si se intuyen, la negación maníaca acude a re-equilibrar el sistema. Ni siquiera hay lugar para la culpa reparatoria, es decir, orientada por la reparatividad y la solidaridad, no por el solipsismo y la persecución, como la culpa típicamente judeocristiana. Se desconfía de los demás profundamente, sistemáticamente: por eso se
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intenta entrar en sus mentes y en sus cuerpos sin su colaboración, mediante burdos sistemas de control, propaganda, corrupción, triunfo y desprecio del otro.
Por ese motivo, y por otros muchos motivos culturales en los que no puedo entrar aquí, creo que la forma de superar la actual crisis en la evolución de la humanidad tiene que ver con el desarrollo de una cultura de la gratitud y la reparación. Es lo que intenta evitar o negar la organización perversa: la necesidad de la gratitud y la reparación (Klein, 1940 y 1957), así como la necesidad de fructificar y arquitrabar las actividades reparatorias, reales o simbólicas.
La gratitud es un sentimiento basado en las emociones primigenias del placer-alegría y las emociones ligadas al conocimiento (la sorpresa y el placer del seeking, de la búsqueda y el conocimiento), así como en la tristeza, el desencadenante de la nostalgia, de la morri ña, la saudade, la malenkoni a, la dolça malenconi a... Describe un estado afectivo-cognitivo consecutivo al reconocimiento de que hemos tenido en la vida momentos placenteros y displacenteros, y que, para el predominio de los primeros, así como para nuestro crecimiento global, han sido fundamentales unos otros que nos dieron y nos dan (amor, esperanza, confianza, contención, capacidad de pensar...). En especial, nuestros progenitores y cuidadores primigenios.
La reparaci ón, o, mejor dicho, la inclinación hacia la reparati vi dad, utilizando diversas capacidades yoicas y procesos elaborativos tanto conscientes como inconscientes, se dirige a restaurar, reparar el objeto amado y dañado, bien en la realidad, real o simbólica, o bien en la fantasía. Y dañado, entre otras cosas, por nuestros errores, insuficiencias o ataques, a veces reales y a veces tan solo en la fantasía y el deseo: por nuestra ira, por nuestro miedo, por nuestra envidia... Porque esos errores y daños son también inevitables ante la perentoriedad de las emociones primigenias y, sobre todo, de la ira, el miedo, el asco, la vergüenza... La reparatividad es una de las características de lo que Melanie Klein llamó « posición depresiva» , y yo prefiero llamar posi ci ón reparatoria, pues su base es la culpa y otros sentimientos y emociones sentidas con matices reparatorios, con capacidades para asumirlos y poder usarlos para redimir o reparar los errores, los ataques o las insuficiencias anteriores. Uso el neologismo reparatividad para referirme a la posibilidad y la tendencia a reparar esos daños, algo que aparece siempre en muchas personas y momentos de la vida y las relaciones.
La gratitud, que da lugar a la reparatividad, así como al sentimiento de integridad, forma con estas dos un conjunto de metasentimientos casi filosóficos y, desde luego, altruistas, solidarios. La alternativa de democracia o barbarie, que hemos actualizado en democracia real o barbarie uniformizadora basada en la perversión, para inclinarse del primer lado de la balanza, del lado de la democracia, necesita una organización social (y psicológica) basada en la solidaridad, en las diversas formas y desplegamientos de Eros. Y la solidaridad, o está apoyada en la integridad, en la gratitud y en la reparatividad (la actitud de reparar), o no puede crecer. Sea cual sea nuestra posición, profesión y conocimientos en la organización social, deberíamos recordar con Melanie Klein (1957) que la gratitud es esencial en la estructuración de la relación con lo bueno (el «objeto bueno»), pero también para idealizar lo suficiente como para podernos relacionar con los
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otros e introyectarlos como algo bueno. Resulta básica, además, en la «apreciación de la belleza, de la bondad de los otros y de uno mismo» (M. Klein, 1957: 26). El ideal del yo, el ejemplo a imitar por los congéneres humanos, ha dejado de ser el guerrero, el héroe, el mago, el sacerdote, el santo, el sabio, el hábil, el poderoso, el ejecutivo, el acumulador de bienes materiales... Debe pasar a ser el ser humano orientado por la gratitud (el reconocimiento agradecido de la dependencia) y por la reparatividad (la necesidad y la capacidad de reparar nuestros errores y nuestros ataques a las relaciones interhumanas). Como resume el rancio proverbio castellano, «es de bien nacido ser agradecido».
Por ello nos dice «el ingenioso hidalgo» en el primer volumen de sus aventuras y desventuras (I, 22):
De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofende es la ingratitud. Dígolo porque ya habéis visto, señores, con manifiesta experiencia, el que de mí habéis recebido; en pago del cual querría y es mi voluntad que, cargados de esa cadena que quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino y vais a la ciudad del Toboso y allí os presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso y le digáis que su caballero, el de la Triste Figura, se le envía a encomendar, y le contéis punto por punto todos los que ha tenido esta famosa aventura hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho esto, os podréis ir donde quisiéredes, a la buena ventura.
Y en el segundo volumen (II, 55):
Escribe a tus señores y muéstrateles agradecido; que la ingratitud es hija de la soberbia y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es agradecida a los que bien le han hecho, da indicio que también lo será a Dios, que tantos bienes le hizo y de continuo le hace.
Las experiencias primarias placenteras de Amor son las que pueden poner en marcha la gratitud y las que
hacen posible toda felicidad posterior y el sentimiento de unidad con otra persona [...] esencial en toda amistad o relación amorosa feliz. [...] La gratitud está estrechamente ligada con la generosidad. La riqueza interna se deriva de haber asimilado el objeto bueno, de modo que el individuo se hace capaz de compartir sus dones con otros [la gratitud como fundamento de la solidaridad real]. [...] De hecho, constituye asimismo la base de los recursos internos y de la elasticidad que pueden ser observados en aquellos que recuperan la paz espiritual aun después de haber atravesado una gran adversidad y dolor moral.
Una buena definición de un concepto que se ha puesto de moda... cincuenta años después, con el término de resiliencia. Se trata de sentimientos fundamentados en las
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emociones placenteras cuando estas han sido predominantes:
Los que sienten que han tenido participación en la experiencia y placeres de la vida, son mucho más aptos para creer en la continuidad de la vida (M. Klein, 1957: 47).
Precisamente por todo ello recordamos en el capítulo 4 al Marqués de Sade, porque ha sido uno de los pensadores que más abiertamente han planteado la filosofía moral de la perversión. Una moral en la que se busca el predominio del yo, del uno sin el otro, para el placer extremo, para la seguridad extrema, aunque sea a costa del mal, el dolor, la tortura, el crimen y la muerte del otro. Como vimos, Sade entendía que esa moral debía ser «formada» y que el primer y fundamental principio consistía en aprender a no sentir compasión, a no sentir gratitud (en nuestros términos). La gratitud, la capacidad de sentirnos en deuda con otros seres por el amor y los placeres que nos proporcionaron (y por los sufrimientos que nos evitaron), es el primer y principal enemigo de la perversión. Para esta, lo fundamental es el placer personal, unívoco, narcisista, desmemoriado, desvinculado, al cual tienen que subyugarse todos los otros elementos de la vida, incluidas todas las personas con las que nos relacionamos. Pero ese desaprendizaje moral no es fácil, pues la tendencia a la gratitud, la compasión y la reparación impregnan la sustancia de la vida humana y las relaciones humanas. Se necesita un gran esfuerzo sado-pedagógico para extirparlas.
La capacidad para el goce basado en la gratitud y, también, la capacidad para la resignación sin amargura excesiva, conservando así la posibilidad de gozar, se hallan asimismo en la base de la integridad, tanto en la acepción de Klein como en la de Erikson (1963), tanto en un sentido psicológico como antropológico. Cuando Erikson hablaba de integridad, lo hacía desde un punto de vista antropológico, no moral. Se refería a esa forma de vivir de algunos (pocos) miembros de todas las culturas humanas que han logrado elaborar creadoramente esas escaramuzas emocionales que, inevitablemente, toda vida significa. Gracias a ello, intentan hacerse una idea realista de su papel en el mundo, de su ciclo vital y de lo que pasará tras su muerte a sus seres queridos y a este (querido) mundo. Han podido integrar todos esos avatares, incluso esos sufrimientos, en una cognición más o menos oscura de un ciclo vital irrepetible: el suyo. Pueden sentir que aquello ha valido la pena, y que hay un cierto orden y un cierto valor en esa existencia y en las vivencias que la componen. De alguna forma más o menos intuitiva, el individuo dominado por esa perspectiva de la integridad siente que una vida individual es la coincidencia accidental de un solo ciclo de vida con solo un fragmento de la historia, que diría Erikson (1963). Por eso sus relaciones tienden a ilustrar una especie de amor posnarcisista a la especie y a uno mismo, como miembro único, aunque perecedero, de aquella. Toda una organización relacional (y social) antitética con la organización relacional perversa. «¡Que ustedes lo pasen bien!» es su mejor auto- epitafio, propuesto por J. L. Sampedro.
Esa visión de la gratitud y la integridad, como decía en Pérdida, pena, duelo (Tizón, 2013: 790), «implica, además, una perspectiva ideológica y sociocultural que he llamado
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provisionalmente comunitarismo, basada en la solidaridad y la creatividad social asentada sobre individuos libres e introdeterminados», pero introdeterminados no solo por el deber, sino también por el placer comunitario.
Es decir, asentada sobre individuos que hayan podido desarrollar lo más posible esa forma de vida y esa estructura mental a la cual, siguiendo a Erikson, hemos llamado integridad –apoyada a nivel inconsciente en la generatividad. Todo un programa para el desarrollo individual y social, todo un programa para otro(s) modelo(s) de asistencia sanitaria, psicopatológica, pedagógica y social (Tizón, 2013: 790).
De ahí que placenteramente nos sintamos impulsados a promover en el nuevo milenio una cultura de la gratitud y la reparación, algo bien contrario, por cierto, a la cultura de la negación maníaca, la disociación y el control por parte de organizaciones perversas.
Gratitud, integridad, reparatividad... Tales meta-sentimientos (es decir, emociones largamente cognitivizadas y simbolizadas a través de las experiencias relacionales de gran parte de la vida) son los que nos permiten ver nuestro lugar en el mundo, entre los allegados y los ajenos. Son los sentimientos que, en realidad, nos orientan hacia lo que debemos y no debemos sentir, pensar, hacer en el camino de la vinculación progresiva, de la interdependencia. Nos proporcionan la necesidad de la ética y las normas morales más íntimas e indelebles. Son los sentimientos que nos permiten intuir de dónde venimos y qué vías y sistemas poseemos para que la muerte hacia la que vamos no impida nuestra participación autónoma, solidaria y gozosa en nuestra propia vida y la de los que nos rodean.
P a r a t o d o e llo , la gr a t it u d c o n s c ie n t e y la in c o n s c ie n t e d e s e m p e ñ a n u n p a p e l fundamental: la gratitud hacia los que nos ayudaron a elaborar el impacto desorganizador de las primeras emociones, hacia los que nos defendieron y enseñaron a defendernos de las primeras amenazas y de las desorganizaciones de las primeras emociones desbordantes (y también de las posteriores), hacia los que nos contuvieron. De ahí el valor crucial de las relaciones y la solidaridad humana para la vida y para la supervivencia, pues, como acabamos de recordar, los inicios de la vida y la vida misma incluyen siempre una serie de escaramuzas emocionales desbordantes.
Gratitud, integridad, reparatividad... Se trata de actitudes y meta-sentimientos hoy en entredicho y demasiado poco apoyados, pues hemos de tener claro que todavía son rasgos neguentrópicos en nuestra cultura, elementos que necesitan energía suplementaria para su cultivo y desarrollo. Implican un cuidado intencional, a menudo trabajoso, de la integración social, de la solidaridad, del mundo emocional, de perspectivas integrales de la salud... En el ámbito asistencial, y, más aún, en el ámbito de la sanidad y los cuidados psicológicos, deberían suponer defender los valores psicológicos y sociales, sanitarios y económicos de la solidaridad, en vez de los valores de la profesionalización- medicalización heteronomizadoras, los de la caridad religiosa o los de la organización globalizada «neoliberal» –que, en realidad, solo es librecambista, en nada partidaria de las libertades sociales. En el ámbito social, cultural e individual, esa actitud alternativa
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debiera implicar un esfuerzo por integrar en todos esos niveles la importancia de lo emocional, de las emociones primitivas, del cuidado de la infancia (el crisol de las emociones, la gratitud y la solidaridad), del cuidado de nuestros miembros temporal o crónicamente dependientes, del cuidado de los duelos, de la equidad en los intercambios entre personas, grupos y países, del cuidado de las relaciones y de los afectos vinculatorios por encima de los desvinculatorios, como son la desconfianza, la desesperanza, el odio, la incontinencia... Es decir, una actitud alternativa que implica la desobediencia civil ante muchos de los imperativos actuales del sistema, pues marchan hoy directamente en contra de todos y cado uno de esos puntos.
Tal vez sea, en la actualidad, la única vía para oponernos al dominio aterrorizador del gran capital, de «los mercados» (o, en psicopatología y psiquiatría, de Big Pharma): promover una nueva floración emocional y emocionante, en la que cada grupo social tantea sus posibilidades de resistencia en los campos que conoce y le son propicios. El poder del sistema puede tolerar un frente, dos frentes o tres frentes... Pero ¿podrá tolerar la apertura de cien frentes diversos, en campos diversos, con poblaciones diversas, e incluso con intereses diversos y transversales? Tal vez eso signifique, como antes decíamos, una nueva edición de la política de las cien flores, aunque más pacífica y respetuosa para con las divergencias, pues ha de basarse en los principios fundamentales de la ética de la gratitud. La floración múltiple e inesperada solo es aterrorizante para los que no se enteraron o no lograron elaborar esa «guerra de guerrillas» emocional inicial, para los que están afincados en el poder corrupto y perverso, y para los que no son capaces de modular la emoción básica de la sorpresa. Por ejemplo, para las formas más rígidas, antidemocráticas y autoritarias del poder corrupto y venal; por ejemplo, para los que reaccionaron con altivez y desprecio ante el movimiento del 15-M inicial y los movimientos de «democracia real, ya» actuales.
Claro que para ese contexto habremos de echar mano de toda nuestra capacidad de cultivar la confianza y la esperanza, pues los motivos para la desconfianza y la desesperanza son y serán múltiples. Y de toda nuestra integridad y nuestra integración, por ejemplo, para atrevernos a llamar a las cosas por su nombre. Para poder llamar mentiras y tonterías, y mentirosos o incapaces, a los que defienden mentiras y estulticias diversas. Es el escrache emocional, que tanto asusta a los distribuidores del poder del miedo e incluso a algunos de sus críticos. Pero es que el nuevo salto cualitativo en la democracia real solo puede lograrse combatiendo activamente los mecanismos y a los grupos antielaborativos, antimentalización, manipuladores de la emocionalidad y las vivencias, así como a las organizaciones y las defensas perversas que se ponen en marcha ante las posibilidades de un cambio real. Solo contestando persistentemente esas manipulaciones y envites podremos defender y difundir activamente la integración emocional y cognitiva junto con los que nos rodean y rodearon, con los que nos dieron y nos dan, con la solidaridad humana como un sueño progresivamente realizable que nos ayuda a integrar también, por más que duelan, los sufrimientos y los temores que nos van a acompañar a lo largo de los años venideros...
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Por último, esa cultura de la gratitud y la reparación, como toda cultura, no hemos de soñarla ni desearla como apoyada tan solo en los componentes conscientes, racionales, observables, sino también en una amplia alteridad de aspectos emocionales, inconscientes, negacionales, conflictivos... Algo que muy vivencialmente nos transmitía el poeta Félix Grande, fallecido a principios de 2014, en uno de sus Blanco Spirituals (1967):
Escribo porque no soy un degenerado, porque estoy muy en deuda,
con dos viejos que languidecen en la edad al borde de su nieta, con una persona pequeña vestida con telas graciosas,
con seres que me dieron o me dan, con gentes que pasan,
con años que transcurren camino de los siglos,
con un sueño de amistad popular que cruza solitario como un viejo vehículo del mar por el mar de la historia.
1. Sistemas alternativos que la humanidad viene aplicando ansiosamente, por los documentos que han sobrevivido, desde al menos la cultura acadia, en el tercer milenio antes de nuestra era.
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—, «Mourning and psychosis: a psychoanalytic perspective», International Journal of
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8315.2010.00282.x. Epub 2010 Sep 14.
— , « L a s c o n t r o v e r t id a s “ p r u e b a s ” d e la c o n t r o v e r t id a “ p s iq u ia t r í a b a s a d a e n la
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—, Pérdida, pena, duelo: vivencias, investigación y asistencia, Barcelona, Herder, 2013.
—, Entender las psicosis: hacia un enfoque integrador, Barcelona, Herder-3P, 2013. —, Fami li a y psi cosi s: cómo ayudar en el tratami ento, Barcelona, Herder-3P, 2014. —; DAURELLA, N.; CLERÍES X. (comps.), ¿Bioingeniería o medicina? El futuro de la
medicina y la formación de los médicos, Barcelona, Red, 2013.
TUCKETT, D., Minding the Markets: An Emotional Finance View of Financial Instability,
Londres, George Akerlof, 2011.
VARESE, F.; SMEETS, F.; DRUKKER, M.; LIEVERSE, R.; LATASTER, T.; VIECHTBAUER, W.;
READ, J., VAN OS, J.; BENTALL, R. P., «Childhood Adversities Increase the Risk of P sychosis: A Meta-analysis of P atient-Control, P rospective and Cross-sectional Cohort Studies», Schizophrenia Bulletin 4/38 (2012), págs. 661-671.
VARVIN, S. y VOLLKAN, V. (eds.), Violence or dialogue? Psychoanalytic insights on terror and terrorism, Londres, International Psychoanalytic Association, 2003.
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WEISS, P. (1964), Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat, drama en dos actos
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ŽIŽEK, S., Violencia, Barcelona, Paidós, 2009.
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Información adicional
¿Cómo explicarnos que en la situación actual de sufrimiento personal, familiar y social tan amplios la población no se haya opuesto más radical y activamente? ¿Qué papel han jugado la psicología, la psiquiatría y los «medios de comunicación» en todo ello, cuando parecen haberse convertido a menudo en medios de persuasión y manipulación?
En Psicopatología del poder, Jorge Tizón reflexiona sobre la crisis y las perversiones y corrupciones estructurales de la sociedad actual desde una perspectiva no habitual, que tiene en cuenta los conocimientos y los puntos de vista psicológicos, psicosociales y antropológicos.
Según el autor, la llamada «crisis económica» es sobre todo una crisis política y social q u e t ie n e m u c h o q u e v e r c o n la p e r v e r s i ó n c o m o o r ga n iz a c ió n r e la c io n a l: u n a organización psicopatológica que ha arraigado fuertemente en nuestras formaciones sociales contemporáneas y, por lo tanto, en buena parte de los grupos dirigentes, las instituciones sociales y las formas de relacionarnos todos hoy en día.
Jo rge L. Tizón, psiquiatra, psicoanalista, psicólogo y neurólogo. Dirigió durante veintidós años las unidades de Salud Mental para niños, adultos y trastornos mentales graves de La Verneda, La Pau y La Mina, en Barcelona. Posteriormente, fundó y dirigió el Equipo de Prevención en Salud Mental y Atención Precoz a los Pacientes en riesgo de Psicosis (EAPPP) del Institut Català de la Salut, primer equipo español íntegramente dedicado a dicha labor. Actualmente ejerce la docencia en el Instituto Universitario de Salud Mental de la Universidad Ramon Llull (URL) y es profesor invitado en diversas universidades e institutos de formación tanto nacionales como extranjeros.
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Jorge L. Tizón
Pérdida, pena, duelo Entender las psicosis
Byung-Chul Han
La sociedad del cansancio
La sociedad de la transparencia La agonía del Eros
En el enjambre
Psi copolíti ca
Remo Bodei
Imaginar otras vidas
Victoria Camps
El gobierno de las emociones
Joan-Carles Mèlich
Lógica de la crueldad
VV.AA
Hartos de corrupción
Otros títulos
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El hombre en busca de sentido
Frankl, Viktor 9788425432033 168 Páginas
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* Nueva traducción*
El hombre en busca de sentido es el estremecedor relato en el que Viktor Frankl nos narra su experiencia en los campos de concentración.
Durante todos esos años de sufrimiento, sintió en su propio ser lo que significaba una existencia desnuda, absolutamente desprovista de todo, salvo de la existencia misma. Él, que todo lo había perdido, que padeció hambre, frío y brutalidades, que tantas veces estuvo a punto de ser ejecutado, pudo reconocer que, pese a todo, la vida es digna de ser vivida y que la libertad interior y la dignidad humana son indestructibles. En su condición de psiquiatra y prisionero, Frankl reflexiona con palabras de sorprendente esperanza sobre la capacidad humana de trascender las dificultades y descubrir una verdad profunda que nos orienta y da sentido a nuestras vidas.
La logoterapia, método psicoterapéutico creado por el propio Frankl, se centra precisamente en el sentido de la existencia y en la búsqueda de ese sentido por parte del hombre, que asume la responsabilidad ante sí mismo, ante los demás y ante la vida. ¿Qué espera la vida de nosotros?
El hombre en busca de sentido es mucho más que el testimonio de un psiquiatra sobre los hechos y los acontecimientos vividos en un campo de concentración, es una lección existencial. Traducido a medio centenar de idiomas, se han vendido millones de ejemplares en todo el mundo. Según la Library of Congress de Washington, es uno de los diez libros de mayor influencia en Estados Unidos.
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La filosofía de la religión
Grondin, Jean 9788425433511 168 Páginas
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¿Para qué vivimos? La filosofía nace precisamente de este enigma y no ignora que la religión intenta darle respuesta. La tarea de la filosofía de la religión es meditar sobre el sentido de esta respuesta y el lugar que puede ocupar en la existencia humana, individual o colectiva.
La filosofía de la religión se configura así como una reflexión sobre la esencia olvidada de la religión y de sus razones, y hasta de sus sinrazones. ¿A qué se debe, en efecto, esa fuerza de lo religioso que la actualidad, lejos de desmentir, confirma?
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La sociedad del cansancio
Han, Byung-Chul 9788425429101 80 Páginas
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Byung-Chul Han, una de las voces filosóficas más innovadoras que ha surgido en Alemania recientemente, afirma en este inesperado best seller, cuya primera tirada se agotó en unas semanas, que la sociedad occidental está sufriendo un silencioso cambio de paradigma: el exceso de positividad está conduciendo a una sociedad del cansancio. Así como la sociedad disciplinaria foucaultiana producía criminales y locos, la sociedad que ha acuñado el eslogan Yes We Can produce individuos agotados, fracasados y depresivos.
Según el autor, la resistencia solo es posible en relación con la coacción externa. La explotación a la que uno mismo se somete es mucho peor que la externa, ya que se ayuda del sentimiento de libertad. Esta forma de explotación resulta, asimismo, mucho más eficiente y productiva debido a que el individuo decide voluntariamente explotarse a sí mismo hasta la extenuación. Hoy en día carecemos de un tirano o de un rey al que oponernos diciendo No. En este sentido, obras como Indignaos, de Stéphane Hessel, no son de gran ayuda, ya que el propio sistema hace desaparecer aquello a lo que uno podría enfrentarse. Resulta muy difícil rebelarse cuando víctima y verdugo, explotador y explotado, son la misma persona.
Han señala que la filosofía debería relajarse y convertirse en un juego productivo, lo que daría lugar a resultados completamente nuevos, que los occidentales deberíamos abandonar conceptos como originalidad, genialidad y creación de la nada y buscar una mayor flexibilidad en el pensamiento: "todos nosotros deberíamos jugar más y trabajar menos, entonces produciríamos más".
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La idea de la filosofía y el problema de la concepción del mundo
Heidegger, Martin 9788425429880 165 Páginas
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¿Cuál es la tarea de la filosofía?, se pregunta el joven Heidegger cuando todavía retumba el eco de los morteros de la I Guerra Mundial. ¿Qué novedades aporta en su diálogo con filósofos de la talla de Dilthey, Rickert, Natorp o Husserl? En otras palabras, ¿qué actitud adopta frente a la hermeneútica, al psicologismo, al neokantismo o a la fenomenología? He ahí algunas de las cuestiones fundamentales que se plantean en estas primeras lecciones de Heidegger, mientras éste inicia su prometedora carrera académica en la Universidad de Friburgo (1919- 923) como asistente de Husserl.
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Decir no, por amor
Juul, Jesper 9788425428845 88 Páginas
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El presente texto nace del profundo respeto hacia una generación de padres que trata de desarrollar su rol paterno de dentro hacia fuera, partiendo de sus propios pensamientos, sentimientos y valores, porque ya no hay ningún consenso cultural y objetivamente fundado al que recurrir; una generación que al mismo tiempo ha de crear una relación paritaria de pareja que tenga en cuenta tanto las necesidades de cada uno como las exigencias de la vida en común.
Jesper Juul nos muestra que, en beneficio de todos, debemos definirnos y delimitarnos a nosotros mismos, y nos indica cómo hacerlo sin ofender o herir a los demás, ya que debemos aprender a hacer todo esto con tranquilidad, sabiendo que así ofrecemos a nuestros hijos modelos válidos de comportamiento. La obra no trata de la necesidad de imponer límites a los hijos, sino que se propone explicar cuán importante es poder decir no, porque debemos decirnos sí a nosotros mismos.
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Índice
Portada 2 Créditos 3 Índice 4 Introducción 5 1. La política de las emociones en la tardomodernidad 9 2. Provocando el shock:de-simbolización del miedo y de-
sublimación de la agresión intraespecífica
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3. «Burbuja» sanitaria y «burbuja» psicosocial 25
4. La relación intrusiva y la organización relacional perversa 31
5. ¿Banalidad del mal o venalidad del mal? 53
6. ¿Podemos hablar de un contexto psicosocial de perversión? 64
7. Eros, Ares, Poder, porno 72
8. La falta de conciencia de la globalización de la especie 79
9. El envejecimiento de los sistemas políticos y la democracia 83
10. Duelos no elaborados y negación-disociación de la memoria de la propia historia
11. El eterno retorno de la política: diez tesis sobre la coyuntura psicosocial actual
12. A modo de coda esperanzadora. Hay alternativas, pero ¿son posibles sin reparación o sin sufrimiento?
Referencias bibliográficas Información adicional
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